Esta última semana pude ver en el Thyssen dos exposiciones temporales: Rembrandt y el retrato de Ámsterdam, 1590 – 1670 y Joan Jonas. Moving Off the Land II. Estas dos exposiciones tratan temas completamente distintos, ya no solo por la época en la que se enmarcan las obras o la técnica principal empleada, sino por la concepción de arte que podemos apreciar en ambos casos. En la primera exposición vemos una versión más clásica: retratos de un autor reconocido que se hacen por encargo para personas concretas o un gremio; en la segunda, una autora contemporánea que a través de la combinación de vídeo y de textos —tanto de prosa como de poesía— explora el papel del océano en la historia, la espiritualidad y el ecologismo.
Mientras paseaba entre estas obras, me planteaba la subjetividad del término «artista» y todos sus derivados conceptuales: pintor, fotógrafo, poeta, escritor, etc. Estas etiquetas son relativamente fáciles de identificar y, sin embargo, muchas veces las opiniones personales interfieren en la clasificación. Si comparamos a Rembrandt y Joan Jonas podemos ver que lo que tienen en común y lo que les diferencia es un mundo. ¿Es el tener una idea y querer trasmitirla lo que hace el arte, o solo es el uso de una técnica considerada propia de Bellas Artes?¿Es publicar y ser reconocido, o escribir una gran producción? ¿Es la intención o el resultado?
Evidentemente, estas preguntas se responderán de manera diferente según tu concepción personal, pero también según la sociedad en la que vivas. Hay unos cánones en los que nos educamos y conceptos que van variando a lo largo de la historia, como, por ejemplo, la idea de «autoría» que comienza a gestarse en torno al Renacimiento. Los referentes que tenemos, inconsciente o conscientemente, nos harán valorar las obras a nuestro alrededor e incluso su calidad. Es importante, en este sentido, replantearnos cómo debemos valorar la multiplicidad de obras y autores, especialmente aquellas que hayan podido pasar desapercibidas por la trasmisión histórica propia de una parte concreta de la sociedad.
En cualquier caso, este concepto de qué etiquetas podemos asociar a nuestra identidad, expresamente en los ámbitos creativos, me interesa principalmente por las dudas que veo al respecto; en concreto, las referentes a lo que se denomina el «síndrome de la impostora». Me tomo la libertad de citar un post del Instagram de Eugenia Tenenbaum, divulgadora de Historia del Arte con perspectiva de género, que ilustra este concepto:
«El síndrome de la impostora es un término que la psicóloga Pauline Clance acuñó en 1978 para aludir a la voz interior que, de manera recurrente, nos hace dudar de nuestras habilidades y éxitos, desviando la atención a fenómenos como la casualidad o la suerte, en vez de centrarla en la posibilidad de que lo que nos pasa sea fruto de nuestros esfuerzos y, sobre todo, de nuestras capacidades».
La verdad es que yo no sé si realmente sería de ayuda aceptar una etiqueta ante este tipo de dudas o miedos, pero sé que darle nombre a algo le da poder, lo hace real. Quizás se trate de replantearse quiénes queremos ser y qué queremos conseguir, o simplemente por qué hacemos lo que hacemos, ya sea escribir, pintar, cine, etc. Las etiquetas, entonces, no servirían solo para catalogarnos o limitarnos, sino para darnos un espacio; un espacio que podemos reclamar y trabajar. Una oportunidad de establecer nuestra propia perspectiva y nuestros términos en aquello que nos importa y que forma parte de nosotros.
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