Todo se había tornado bastante oscuro; demasiado. Solo el recuerdo de Clara me mantenía respirando —o eso creía yo—. Había perecido como cualquier otra persona, aunque de una manera algo absurda a mi parecer. No tendría una despedida, ni un río de lágrimas que dejara que, al menos en mi muerte, pudiera ser el capitán de un barco. No. Los únicos llantos que podía oír mientras me marchaba (creo) eran los de mi musa, la cual se había despedido previamente dejándome tan solo con un amor a medias y, quizá, con algunos escritos a medias —los cuales, ahora sí, serían valiosos, ya que no pudieron ser terminados—. Dejé un jugo de mora a medias, un café enfriándose y una vida incompleta.
—¡Silverio! ¡Silverio Cobo!
Interrumpió mis pensamientos una voz fuerte, concisa y gruesa, a la cual parecía que le costaban las sílabas del español.
—Sí, así me llamo.
Yo tenía los ojos abiertos, pero no conseguía averiguar dónde se originaba tal voz.
—Así que… tienes miedo a la soledad.
—Como cualquier humano; o, bueno, al menos como los que no la saben valorar —dije.
—Y te asustan las arañas, les temes a las mentiras y lamentas no haber podido hacer más por tu amor a medias.
—Y, por lo que veo, usted parece ser más amigo mío que yo mismo.
—Bueno, nos vamos a divertir. Te tengo una sorpresita que te encantará.
Se alzó por un momento y, mientras lo hacía, se iba haciendo más claro y nítido: era una especie de zorro con anteojos que sonreía plácidamente de un extremo de oreja a otro. Estaba en un pedestal bastante alto.
—Mucho gusto. Puedes llamarme Lucy.
Tenía los ojos maliciosos y las orejas se le movían mientras agitaba las pezuñas a lo largo del escenario. A su lado izquierdo aparecieron en silencio muchas personas con ojeras enormes y el cabello caído; había obesos que comían pedazos de pelusas mientras yo, mirándolos, tragaba saliva y sentía náuseas. Algunos se estaban masturbando, en éxtasis, como si no supieran dónde se encontraban —de hecho, a fin de cuentas, tan siquiera había placer en su mirada—. Otros bailaban en su asiento con lo que parecía ser una pareja de plástico; sonreían, pero no había felicidad o vida en ningunos ojos de ese lado.
—No lo atemorices. Tendrás mucho tiempo para eso —interrumpió una voz no tan amable. Aun así, en comparación con la del «zorro», que no cambiaba esa inquietante sonrisa, cualquier cosa se sentía mejor—. No te asustes —dijo mientras me miraba—. Me puedes llamar Elión.
—Elión y Lucy —repetí. Me temblaban las manos y mi asiento parecía estar manchado. Además, el escritorio donde podía colocar mis manos tenía unos tachones bastante llamativos hechos por uñas desesperadas o almas arrepentidas, los cuales se hacían imposibles de ignorar—. ¿Esto es el limbo?
Elión soltó una carcajada mientras señalaba su lado derecho con una sonrisa no tan siniestra como la del «zorro»; aun así, tampoco era tranquilizante. Allí donde apuntaba se encontraban personas con vestimentas menos haraposas. Parecía una clase más alta, y por un momento pensé que a mi lado izquierdo estaba Europa y a mi lado derecho estaba el tercer mundo. Ellos sonreían, aunque no parecía que su alma estuviera de acuerdo con dicha felicidad ya que evitaban mostrar sus manos, las cuales, aunque fuertes, se mostraban desgastadas. Por la manera en que murmuraban se podía notar que, al menos, hablaban entre ellos; existía alguna especie de confianza de las que uno podría tener con un primo en lejanía con quien jamás en tu vida cruzas más de cuatro palabras. Era curioso, puesto que, a pesar de que se veían bien alimentados, aún tenían ojeras y estaban poco rellenos.
—Mira, niño, el limbo no existe. Solo existen el cielo y el infierno. Puedes venir conmigo o puedes irte con Lucy; tú decides.
—Yo te recomendaría que vinieras conmigo —palpitó Lucy nuevamente con su turbadora sonrisa mientras se pasaba la lengua afilada y casi larga por sus labios delgados.
—Pero… yo soy ateo.
—Bueno, eso no te ha salvado de esta, ¿no crees, chamaco?
—A ver si entiendo… —respiré fuerte, sin poder quitar la vista de las dos esquinas: en un lado se veían personas que no sufrían, pero se les notaba tan cansadas que, si hubieran tenido fuerzas, seguramente hubieran salido de ese lado corriendo; en el otro había personas que sufrían, sin ningún rastro de humanidad, pero de alguna manera se las veía más libres— ¿Tengo que elegir yo? ¿Por qué no eligen ustedes? ¿Acaso el tiempo los ha vuelto más perezosos? ¿o es que ya perdieron el criterio de decisión?
—¡Vaya, pero qué inteligente! ¡Seguro que por eso estás allí y nosotros estamos acá! —ironizó Lucy—. Así es, tienes que elegir tú. Después de unos cuantos milenios, Elión y yo nos hemos desgastado mucho discutiendo acerca del bien y el mal cuando, a fin de cuentas, simplemente es una elección que deriva de la situación, el contexto y el lugar. De ese modo, decidimos que las personas que estuvieran en plenas facultades podrían condenarse a sí mismas como quisieran, de igual manera que se condenan en la vida con sus elecciones, fundamentadas en sus impulsos, o como cuando no tienen la dicha de aprovechar las oportunidades que se les presentan; así mismo, podrán elegir esta hermosa cara de la moneda.
»Pero ¿elegir nuevamente nosotros, chamaco? ¡Es imposible! ¡Estamos cansados del ego de la humanidad! Tan benévolos que pueden llegar a ser en un periodo de tiempo, y después arruinan todo eso. O, en el caso contrario, tan corrompida que pueden tener su alma, y al final la limpian con obras de buena fe. ¡Me causan náuseas!
»En fin, sin vienes conmigo —inmerso en sus pensamientos, Lucy acomodó su túnica negra con su mano y, con una sonrisa, continuó— te haré un cuarto personalizado. No interactuarás con nadie y te acompañarán tus mayores miedos, pero también tendrás tus más grandes placeres el tiempo que quieras una vez cada tanto. Además, eres completamente libre de pasear por mi vecindario, pues el cuarto, los miedos y demás cosas estarán en tu mente; tan solo yo tengo la llave para liberar y encerrar todo eso a mi antojo.
—¿Un infierno personalizado? —Observé nuevamente mi lado derecho: la mayoría estaban desnudos, y a algunos se les veía tirar piedras al aire mientras gritaban lo ricos que eran; otros luchaban con troncos de madera y los iban desgarrando poco a poco, y los que más abundaban estaban en posición fetal suplicando piedad a lo que fuera que estuvieran viendo.
—Sí. Un infierno más —resumió Elión con aire de superioridad. Prosiguió extendiendo su mano hacia su lado y explicó—. Si, por el contrario, vienes conmigo, además de tener la compañía de tus millones de familiares que han elegido este camino, podrás tener el goce de pasearte con todos. Pero tendrás horarios, tendrás que trabajar para ganarte la comida, crearás plantas, moldearás nuevos animales, tendrás que construir estrellas y habrás de seguir todas las instrucciones para que no se desvanezcan los planetas.
—Trabajar toda la eternidad o estar completamente loco pero de alguna manera libre. Nada parecido con la realidad, ¡en ambas hay pros y contras! —sentí que lloraba por dentro. Estaba completamente atrapado, no había vuelta atrás, ni siquiera me aliviaría la sonrisa de…— ¿Clara? ¿dónde está Clara?
—Oh, estaba esperando a que la nombraras.
Apareció una llama intensa en frente de mí: se veía muy potente, pero no se sentía calor; al contrario, hacía frío, mucho frío.
¡No lo podía creer! Después de varios años allí estaba Clara, reluciente, tan hermosa que deslumbraba. En sus ojeras se podía crear la vida de nuevo, y sus labios seguían igual de exquisitos que la última vez que tuve la oportunidad de morir en ellos. Su mirada, aunque muerta, me inspiraba más vida que la que acababa de dejar. Contemplé su silencio como siempre, buscando consuelo en los gritos y poemas que podían salir de su sonrisa, pero ella calló todo eso de repente al hablar:
—Silverio, ¿por qué has venido? Me prometiste que no morirías antes de cumplir tus sueños, y ¡mírate ahora! ¿Quién los cumplirá? ¿Quién hará que mi recuerdo valga la pena todavía en vida? ¡Nos has matado!
—Clara, lo siento. Fue un accidente. Yo iba caminando por la calle y un carro iba a atropellar a un gato, ¡tenía que salvarlo! Tenía que…
—No existen accidentes, Silverio, cualquier consecuencia es un acto seguido por tus decisiones. No debiste haber venido.
Al contrario que yo, Clara no parecía alegrarse en lo más mínimo. Se veía molesta y decepcionada.
—Curioso: al principio solo repetía tu nombre y ahora te odia. ¡Qué peculiar es el amor, tan inestable, tan de ustedes! —afirmó Elión.
—Esto se puso interesante —se paró el «zorro», y empezó a acercarse hacia Clara y hacia mí. En ese pedestal parecía pequeño, pero con cada paso que daba se hacía más y más grande mientras la túnica negra que llevaba le rozaba en las rodillas—. Hagamos un trato: si adivinas qué opción eligió Clara, te dejaré ir con ella de nuevo a la vida; de lo contrario, si fallas, los dejaré separados y tú tendrás que sufrir todos tus miedos sin ningún tipo de goce en tu infierno personalizado.
Elión pareció mofarse. Los de las tribunas empezaron a reírse, y yo temblaba de miedo.
—Está bien. Hazlo —dijo Clara con determinación, observándome.
—Clara… ¿Estás segura?
—Sí. Hazlo.
Por un momento, todo se oscureció de nuevo; ya no había ni Dios, ni Diablo, ni estaba Clara. Me encontraba en la misma situación de antes: tenía que elegir. ¿Qué podría haber escogido Clara? Surgió de las llamas, pero sería demasiado obvio que hubiera elegido el infierno. Además, la malicia del «zorro» podría haber querido que tirase por lo obvio y que, así, fallase. Aunque, por otro lado, Elión sabía que Clara me nombró muchas veces cuando llegó, así que podría haber sido que ella dijera mi nombre mientras trabajaba para él. Pero Clara no era de las que hubieran querido ir al cielo a trabajar para otra persona y, por consiguiente, entregar su libertad. ¿Valdría la pena entregar la libertad a cambio de una vida en la que no tener que padecer las injusticias del mundo? No lo creía. Y Clara jamás sería de las que haría eso.
—Infierno. Clara escogió el infierno.
Elión empezó a reír, y el «zorro» también. Pero más sorprendido me quedé cuando oí a Clara empezar a reír también.
—Siempre tan ingenuo, Silverio, siempre tan ingenuo.
Clara se recogió el vestido, se quitó sus ojeras y se dirigió hacia una puerta que se abrió por el medio.
—Escogí el cielo; no quería enfrentarme a mis miedos. Pero estando allí me arrepentí, así que hice un trato con Lucy: provocaría tu muerte a causa de un accidente de carro. Sabía que salvarías a ese gato a costa de tu vida, Silverio, te conozco bien. Tu vida por la mía: ahora renaceré y tú te quedarás aquí.
Yo la observé de reojo; no podía levantar la cabeza. Había perdido. No, no solamente había perdido, sino que había muerto. Completamente muerto.
Elión desapareció, Clara se esfumó y solo quedamos el «zorro» y mi persona.
—No te sientas mal, chamaco. No eres la primera persona que hace eso, ni serás la última. Bueno, vamos, tengo la habitación perfecta para ti —el «zorro» sacó unas llaves, pero, para su sorpresa, estas se habían puesto lisas.
—Qué extraño. Esto nunca había pasado, las llaves perdieron su forma. Y son llaves por alma.
—Ella me mintió. No hay peor infierno para mí.
—Vaya, esto jamás había pasado. Entonces, puesto que no puedo construir un infierno con algo que no temas, ya que eso no sería infierno, podríamos hacer un trato si gustas —empezó a sonreír nuevamente mientras me mostraba un pequeño gato en sus manos—. Podemos sacrificar a quien queramos.
—No. No hago tratos con zorros.
Tomé mi llave y la inserté en mi mente mientras iba caminando. Todo se iba poniendo blanco, tanto que pareciera como si estuviera caminando entre nubes. Había un silencio incómodo que me acompañaría para siempre. Tenía toda la eternidad para reflexionar, pero no me podía lamentar. De alguna manera, quería que ella volviera a la vida. A pesar de todo, no la podía odiar. Pero… ¡cómo detesto su sonrisa en este momento!
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