El 28 de julio Marga se suicidó. Era 1932 y en España gobernaba el primer bienio de la República con Manuel Azaña al frente. Nueve días antes, una nevada había asolado la península, en julio, en las fechas más calurosas del año. Si era extraño el comportamiento del tiempo, también lo fue el de Marga. Nunca pensamos en el tiempo que hace cuando alguien decide acabar con su vida. Cuando Marga lo hizo, llovía. Y las cosechas de ese verano se fueron a la ruina.
La llamo Marga, amistosamente, porque en mi mente hemos tomado café y charlado juntas en alguna cafetería de principios del XX donde toda la ropa huele a tabaco. Porque cuando la conocí ambas teníamos la misma edad, 24 años. En nuestras quedadas ella siempre lleva su pelo castaño recogido, una raya lateral y unas cejas oscuras que enmarcan sus ojos verdes. La imagino así porque ese es su recuerdo fotográfico. En algunas reuniones viene con su hermana Consuelo, la escritora; su prima Marisa; y su tía María, ambas pintoras. ¿Quién no sueña con charlas así?
Con 24 años Marga ya había conocido a gran parte de la sociedad intelectual de su época, ayudada también, por la alta posición económica de su familia. Ella, al contrario que su hermana, no se movía en la escritura. La escultura y el dibujo eran las manifestaciones que poseía para transmitir su visión del mundo.
Tenía 12 años cuando ilustró un cuento de su hermana, El niño de oro, el cual acabó en el buzón de Zenobia Camprubi, quien se quedó maravillada al verlo. Años más tarde Marga, insistida por su madre, visitó a Victorio Macho para avanzar en la técnica de la escultura. Este se negó a enseñarla. No quiso influir en su talento. Marga siguió aprendiendo sola. Con su participación en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid (1930), con la obra Adán y Eva, dejaría asombrada a la crítica nacional por su clara vinculación con el movimiento expresionista. Esta muestra la elevaría a ser una de las mejores escultoras del panorama nacional.
Pero Marga nunca estuvo conforme con su obra, la no identificación que sentía hacia sus esculturas y dibujos hizo que acabara destruyéndolos. Los pocos ejemplos conservados la sitúan como figura clave en las manifestaciones artísticas durante las vanguardias. El talento de Marga no pasó desapercibido por Antoine de Saint-Exupéry, quien visitaría Madrid en algunas ocasiones. En estas visitas conoció la obra de Marga tal y como muestran las demasiadas similitudes entre sus acuarelas de El Principito y los trazos de Marga para Canciones de Niños. Demasiadas influencias para no ser nombrada.
Si los dibujos nos encogen el cuerpo, las esculturas nos revuelven el estómago. Las personas que aún no conocen su obra realmente son afortunadas. Tienen el privilegio de sentir el asombro de la primera visión. Aunque con Marga esa sorpresa no se va. Solo basta arrinconarla en la mente un par de meses y ella volverá con fuerza al centro de tu cerebro. Y ahí, en ese momento, retorna la necesidad de búsqueda.
Marga rompió la jaula y se volvió pájaro, como Alejandra. Lo que se esperaba de ella como mujer fue destrozado a golpe de martillo: no se casó, no tuvo hijos, no hizo ejemplo de la fe católica transmitida por su familia. En cambio, revolucionó la escultura nacional y encontró la libertad en el camino que llevan los pájaros.
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