Cuando me enteré de que Valentina había muerto lo primero que se me vino a la memoria fue un mapa de EE.UU. Me la imaginé con un porro en la boca enseñándome las rutas que conducían a Pensilvania. La noticia la supe por un diario, por mi curiosidad de saber qué era de su vida. «Murió mientras dormía», decía. Tenía sesenta y seis años. Era flaca, de piel bronceada, ojos oscuros, con un tono selva profunda y pelo cano.
La conocí a los 19 años, en 1982, antes de hacer su vida en América. Justo cuando había abandonado la universidad, después de que un presidente fuera reelegido, y de que cerraran la facultad donde se dedicaba a la pintura. Primero se fue a París y luego a Nueva York. Al regresar se instaló en una casa a las afueras, tenía un escritorio de madera, una máquina de escribir y varios libros en francés.
Valentina era una acumuladora compulsiva. De eso me di cuenta el día que desocupamos su casa, una semana antes de su partida. Pues guardaba revistas antiguas, diarios y postales. Cajas, pinturas, materiales, cualquier cosa que pudiera darle un uso, o convertirlo en arte. Primero, en un cajón del escritorio encontré algunas fotos envueltas en una vieja edición del periódico rural. Había más o menos noventa fotos; entre ellas algunas polaroids en las que aparecía muy joven, junto con amigos, en algún departamento o café de algún lugar que no reconocí.
Después, entre las chucherías encontré el mapa de Pensilvania, perfectamente doblado. Al abrirlo me di cuenta de que aún llevaba la línea roja trazada con bolígrafo. Entonces pude ver a Valentina, de pie, frente al plano de carreteras desplegado
sobre el escritorio. Llevaba una blusa blanca y unos anteojos de marco dorado. Yo era un adolescente. Escuché que me decía:
—Esta es la ruta 611, Filadelfia, Cleveland, ¿ves? Por aquí transitan cada año más de sesenta millones de personas. Es la médula espinal de Estados Unidos.
—¿Es como el camino que hacemos para ir a la playa? —le pregunté.
—Algo así —me respondió sonriendo—, solo que en esta se cruza gente de muchas partes; de Francia, de Canadá, de España, de Latino América… En fin, de todas partes.
Recuerdo que Valentina se quedó mirando el mapa. Luego encendió un porro y se sentó en silencio frente a él, lanzando el humo a un costado y regresando su mirada hacia mí.
—Algún día volveré —dijo con tono resulto—. Antes de que el mundo se acabe para mí, voy a recorrer esta ruta. ¿Me acompañarías?
—¿De verdad, Valentina? ¿Me dejarías ir contigo?
Asintió con la cabeza y me hizo señas con las manos para que me sentara a su lado.
—Mira, el mejor mes es abril, cuando la primavera comienza a asentarse y el país no se ha llenado aún de turistas. —Volvió a sumirse en el silencio mientras fumaba, y agregó—: Podríamos invitar a una amiga. ¿Qué te parece? Escribir un libro de ese viaje, como el que hicieron Marco Polo o Bruce Chatwin o Cortázar.
—¿Burce Chaywin?
—¿Conoces a Burce Chaywin?
—En el colegio hemos leído algunas historias.
—Ah, ¿sí? ¿Y cuáles, por ejemplo?
—En realidad leímos uno, ese que se llama Ómnibus —le respondí.
—Ah, sí. Pero ese cuento es de otro autor. El de la mujer que se sube a un autobús y se topa con un montón de gente que lleva flores. ¿Es ese?
—Sí. Tuvimos que hacer una disertación en clase.
—Si no me equivoco, ese cuento es de Julio Cortázar, tonto. Pero, ¿Cómo te fue en la disertación?
—No muy bien, en realidad.
—¿Qué significa ‘no muy bien’?
—Es que me puse nervioso y se me olvidó lo que tenía memorizado.
Valentina se rio y me dijo:
—A mí también me pasa. Cuando estoy muy nerviosa, como que las palabras no me salen. Pero no te preocupes. Mira, te voy a mostrar algo. —Abrió uno de los cajones del escritorio y extrajo una foto— ¿Los conoces?
Yo negué con un movimiento de cabeza.
—El de la barba es Julio Cortázar, —me explicó. En la imagen aparecían el escritor y la fotógrafa sentados en un sillón—. ¿Me creerías si te dijera que los conocí?
—¿A los dos?
—A los dos —respondió.
Yo estaba trabajando en la universidad cuando Valentina me contó más detalles sobre cómo había conocido a la esposa de Cortázar. Me dijo que, meses antes de que una aplasia medular la matara a los treinta y seis años, la señora visitó la librería de una calle de Pensilvania, cerca de un Panteón, donde ella trabajaba. Era una librería especializada en literatura judicial, que
abastecía a los alumnos y profesores de la facultad de derecho de la Universidad de Pensilvania, que se encontraba justo enfrente. Me contó que la chica le evocaba la imagen de Juana de Arco, con la cabeza casi al rape y el rostro huesudo.
Sin embargo, la enfermedad debió agravársele en la época que la vio, pues me contó que su aspecto famélico se había agudizado notoriamente. Llevaba un abrigo muy grueso y un gorro ruso. Pidió La justicia en la Atenas. Valentina la reconoció de inmediato, ya que había terminado de leer hacía muy poco una novela que escribió con Julio, la cual trataba justo de una aventura de viajes. Quiso preguntarle por Cortázar, pero su timidez fue más fuerte. Buscó el libro en una de las repisas y se lo entregó.
La señora comenzó a hojearlo cuando de súbito un relámpago iluminó la librería. Al minuto, le siguió el tronar de una tormenta. Los clientes, en su mayoría estudiantes y profesores de la facultad de derecho, dejaron los textos a un lado, miraron hacia afuera y exclamaron con un largo «¡Oh!» al unísono, rompiendo el tradicional silencio del lugar. La chica se giró con dificultad, como si le doliera el cuerpo, y posó su mirada en el exterior. Un segundo relámpago iluminó sus pómulos salidos; el rostro cansado. Se quedó mirando la llovizna que comenzaba a caer, las gotas sobre los ventanales de la librería que deformaban progresivamente el paisaje. Entonces le lanzó una sonrisa a Valentina y le dijo:
—No traje paraguas.
En ese momento, dejó el libro abierto, boca abajo, sobre el mesón. Se ajustó el abrigo al cuello y así partió apresurada, dando pasitos cortos.
Tiempo después, no muy lejos de allí, Valentina divisó por primera y única vez la figura de Cortázar bajando cansinamente las escaleras hacia un café. Lo observó desde el andén de enfrente. Le pareció mucho más alto de lo que lo imaginaba. Y es que su extrema delgadez lo hacía verse largo, como un niño viejo que no para de crecer. Lo único reconocible en él eran sus enormes ojos y la barba tupida que, pese a su edad, seguía siendo oscura. En ese momento, pensó en cruzar al otro andén y saludarlo, contarle que su esposa había estado en la librería hojeando La justicia en Atenas, pero al igual que con ella no se atrevió. Quizás por pudor, pues su esposa había fallecido pocas semanas antes y entre los amigos de Valentina se rumoreaba acerca de la enorme tristeza que esta pérdida había provocado en el escritor.
Sobre el hecho se tejían las historias más inverosímiles, me dijo. Se decía incluso que Cortázar había acordado una especie de pacto con algún ser superior que le permitiría revivir a su esposa.
Esa historia me la relató un par de veces:
Aquella noche en la que su mujer falleció, el escritor permaneció sentado a los pies de la cama matrimonial dándole la espalda al cuerpo inerte. Así estuvo hasta el amanecer, con la vista fija en el ventanal mientras las nubes serpenteaban la luna. Cuando los primeros rayos del sol iluminaron la habitación, escuchó su voz que lo llamaba por su nombre. Cortázar se sobresaltó y al tercer llamado se volteó a mirarla, impidiendo que reviviera, ya que según lo pactado, el escritor debía esperar a que la luz del sol bañara completamente el cuerpo de su esposa sin que él la observara.
La última vez que la visité, Valentina ya estaba enferma, en cama. Tenía puesta una máscara de oxígeno, la cual de vez en cuando se quitaba para hablar. Allí, sobre la cama había unos álbumes de fotos, un estuche con lápices y bolígrafos y unos cuantos libros. Uno de ellos era una de esas novelas de viaje.
—Mira lo que tengo aquí —me dijo. Se movió con dificultad, y de la mesita de noche sacó un pequeño bulto envuelto en plástico. Era el mapa 611—. ¿Te acuerdas?
Le sonreí. Y me senté a los pies de la cama mientras le ayudaba a estirar el plano.
—Cómo no me voy a acordar, Valentina. ¡Pensilvania, Filadelfia, Cleveland!
Esta se quedó mirando el mapa unos segundos. Luego, cogió el bolígrafo rojo y empezó a marcar la ruta.
—El día que me encontré con Cortázar, aunque no le hablé, lo observé atentamente —me confesó—. Se le veía triste. O tal vez triste no sea la palabra, más bien resignado.
—No era para menos. Su esposa había muerto hacía poco.
Asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Te conté que nos miramos?
—¿Y eso? —le respondí—. Te lo tenías bien guardado.
—Lo vi perderse en las mesas del café y en un momento dado, cuando él ya estaba adentro, miró hacia donde estaba yo. Estoy segura de que me vio.
Valentina terminó de repasar la línea en el mapa y dejó a un lado el bolígrafo. Entonces se puso la máscara de oxígeno e inspiró largo, sin dejar de mirar el trazo rojo.
—El mejor mes para viajar por esta ruta es abril —dijo—, cuando la primavera está asentada y no hay muchos turistas.
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