Cuando aprendemos sobre sociedades del pasado, sobre todo aquellas que acabaron mal (muy mal) por algún problema que consideramos evidente, suele venirnos una pregunta a la cabeza: ¿cómo no se dieron cuenta de esto? Los ejemplos más locos nos permitirían llenar un libro entero: los habitantes de la isla de Pascua quedándose sin árboles y perdiendo, por tanto, gran parte de su tecnología y la posibilidad de comunicarse con el exterior; el último Imperio Asirio o el último Imperio Japonés, que eligieron masacrar a casi todas las naciones que conocían creyendo de corazón que podían ganar una empresa tan sanguinaria y suicida; o los griegos y romanos de la antigüedad clásica, que llegaron a conocer la máquina de vapor y en lugar de utilizar ese descubrimiento para nuevas tecnologías eligieron rechazar la idea de mover cosas con vapor, porque un trabajo bien hecho lo debían hacer humanos, es decir, esclavos.
Por supuesto, hay otras cuestiones menos trascendentales que también nos chocan. Un ejemplo interesante es todo el tiempo en el que se rechazó el consumo de pan integral, teniendo en cuenta su gran valor nutritivo. ¿Qué enseñanza podemos sacar de todo esto? La respuesta típica suele ser algo así como «la humanidad de antes era tonta, menos mal que ahora somos más listos». Pero como siempre viene bien tener un poco de desconfianza, miremos más allá de ese optimismo egocéntrico. Propongo la siguiente pregunta: ¿es posible que nuestra sociedad actual esté fallando de la misma manera?
Las personas más espabiladas tal vez estén pensando en equivalentes al rechazo del pan integral. Personalmente, no me cabe duda de que la humanidad de un futuro cercano se preguntará por qué no consumimos más insectos o algas. Es más, siguiendo este hilo de pensamiento: ¿por qué no se potencia más hoy en día la hidroponía y la acuaponía, teniendo en cuenta el peligro cada vez mayor de falta de alimentos? ¡Vaya! Cuando empezamos a analizar la cantidad de problemas mundiales que cada año van a peor y no se solucionan empieza a parecer que no tenemos derecho a reírnos de los romanos que vieron derrumbarse su mundo década a década.
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Pero no quiero centrar este texto en la cantidad de precipicios donde estamos a punto de caer sin que ningún gobierno se lo tome en serio. Quizás lo haga algún día, pero tengo demasiado miedo al futuro ahora mismo como para escribir sobre esos temas. En su lugar os voy a proponer un cambio de rumbo. He hablado aquí de la limitación de la imaginación respecto a cuestiones más o menos prácticas, materiales, pero… ¿qué ocurre con la creatividad, la expresión, el arte?
Centrémonos en la literatura. Hoy en día consideramos asequible y básico el formato narrativo que llamamos novela. Sé que hay un cierto debate acerca de qué es exactamente una novela y qué no lo es. Pero, para que nos entendamos, os propongo por novela una narración larga en prosa. Parece evidente que, desde que alguien comenzó a imaginar historias, se ha optado por un formato semejante, ¿verdad? Pues no. Y en principio podría pensarse que un escritor, en cualquier época, tendría el deseo de elaborar tramas en prosa llenas de su propia imaginación… Pero no era exactamente así.
Todas las culturas empezaron narrando gestas de sus mitos o su historia, a menudo sin distinguir una cosa de la otra. A menudo solemos pensar que las gentes de la antigüedad remota tenían una gran imaginación, pero confundimos las culturas en sí con los individuos. Las mitologías eran imaginativas, pero los individuos que las conocían y transmitían no tanto. Para no alargar esto me centraré en lo que más nos suena, la cultura griega y la adaptación que hicieron de ella los romanos. Puede que los mitos grecorromanos rebosen imaginación, pero el público era muy reacio a las ideas nuevas que parecieran surgir de la nada. El público antiguo se sentía muy extrañado ante una historia que no se basara en algo que le sonara de antes, en una suerte de constante autorreferencialidad (uf, vaya palabreja).
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Véamoslo con ejemplos: por mucho que un ateniense estuviese acostumbrado a oír toda clase de mitos disparatados sobre los ligues (y violaciones) de Zeus, el machote de los dioses, que daban para cientos de papiros o pergaminos, se extrañaba si alguien le presentaba una historia como nueva. Una historia que no se justificara como un mito antiguo era algo extraño. Y decir que una historia estaba recién inventada significaba la extrañeza o el vacío de los demás. Por eso Platón recurría a inventarse mitos egipcios o visiones místicas para que algunas de sus alegorías fueran más tragables. Hubiera sido muy extraño que el discípulo más famoso de Sócrates hubiera dicho «esta historia no viene de ningún pasado remoto, la he inventado yo para explicar esto». Era una especie de obligación creativa justificar una historia con un origen ancestral.
Hubo otro camino: narrar hechos del pasado pero bastante cercanos como para no ser mitológicos. Ahí nació la historiografía, la narración de hechos históricos. No eran mitos, pero tampoco eran puras invenciones. Eran acontecimientos que le sonaban de algo al público, como guerras o biografías de filósofos o reyes famosos. La historiografía empezó desde su nacimiento un camino que acabaron usando también los textos filosóficos… La prosa. En serio, no es broma, hubo que esperar a que pasaran siglos para que se viera como algo normal escribir literatura sin ponerla en verso. Lo curioso es que, pese a que la historia sin duda acababa teniendo un montón de ficción (porque es imposible creerse todo lo que cuentan que se encontró Alejandro Magno en la India, por ejemplo), estaba mal visto presentar algo como evidentemente inventado.
Pero la barrera se fue rompiendo. Al fin y al cabo, como también podemos ver hoy en día con miles de personas creativas, tarde o temprano alguien va a ignorar lo que la mayoría impone como decente o lógico. En el mundo helenístico, sobre todo cuando fue unificado por la espada romana, se formó una especie de globalización antes de tiempo. Apareciendo así al fin obras que entran en nuestro concepto de narrativa típica. Largos textos en prosa sobre personajes ficticios, no héroes de los mitos ni conquistadores del pasado; o también, dando una pirueta, haciendo extrañas parodias de personajes respetados por el público. En aquella sociedad existía, como hoy en día, una demanda y un mercado de literatura despreciada por la cultura oficial. Pues había quienes simplemente buscaban entretenerse y no se preocupaban de estar culturizándose según el canon que habían decidido los grandes sabios.
Por supuesto, también como ocurre en nuestro mundo, no existía una barrera clara de qué era de buen gusto y qué era vulgar. Sin embargo, sorprende ver que el gusto popular estaba en muchos aspectos más cercano a lo que sería la literatura de siglos posteriores. (Esto se lo estamparía en la cara a algunos que montan un drama por cada pequeño experimento que se hace en artes más modernas como el cine o los videojuegos).
Para desesperación de los filólogos de la biblioteca de Alejandría, seguramente los primeros que hicieron intentos de entender la literatura con una mente abierta y multicultural, había obras surgidas de esas ideas raras que consiguieron recibir cierto respeto cultural. Y claro, esas obras más respetadas eran las que tenían una mínima posibilidad de sobrevivir para que podamos conocerlas hoy en día. Soportando también la falta de interés de quienes tendrían que copiarlas en pergaminos nuevos o el odio de los moralistas que las preferían ver destruidas.
Un ejemplo sería Satiricón, de Petronio. Una historia en prosa de personajes ficticios, humildes, sin nada de épico, haciendo burla de los ideales de las clases altas y luchando por sobrevivir en las provincias del Imperio Romano. Desgraciadamente no conservamos la obra entera. Por el contrario, solo conservamos fragmentos, por lo que ni siquiera podemos tener seguridad total de lo que ocurre en la trama, ni el principio ni el final.
Otro ejemplo, bastante loco, son las múltiples obras de Luciano de Samósata. Es decir, un conjunto de historias humorísticas o imaginativas que no solo sorprenden por lo adelantadas que eran a su tiempo, sino por el hecho de que consiguieran gustar bastante en aquella época como para que hayan llegado hasta hoy en día. Narró viajes a la Luna y encuentros con sus habitantes (¿los primeros extraterrestres de la literatura?), así como parodias tan divertidas como los Diálogos del Inframundo. En esta obra, Aníbal y Alejandro Magno discuten como adolescentes acerca de quién fue el mejor conquistador mientras Diógenes, el filósofo que vivía en un barril, es de los pocos que parece pasarlo bien allí.
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Todo esto da que pensar. La cultura clásica grecorromana, que solemos idealizar como brillante, y de donde realmente provienen muchos de nuestros cánones, adolecía también de sorprendentes limitaciones. La misma sociedad que realizó asombrosas construcciones, alcantarillados, acueductos y calzadas tenía un prejuicio contra la utilización de máquinas para hacer tareas «puramente humanas».
De esta manera los romanos preferían mantener a miles de seres humanos en la esclavitud. Del mismo modo, su arte literario veía con gesto torcido el escribir obras que no tratasen de mitos o historias reales, sino sobre individuos de la realidad en la que vivían… A no ser que al menos fuesen escritas en verso, para tratarse de algo más respetable como las obras de Plauto o Terencio. El público estaba abierto a leer sobre cualquier locura realizada por Zeus o Heracles, puesto que les sonaba por los mitos, pero algo nuevo como un viaje a la luna era algo muy difícil de digerir.
A raíz de esto, seguro que habrá ido creciendo en vuestras mentes la pregunta. La clave que me ha llevado a guiaros por esta segunda parte del artículo: ¿Estamos bajo limitaciones similares? ¿Nuestra sociedad tiene tantas dificultades para imaginar algo nuevo en el arte como aquella de la que procedemos? La dificultad de los lectores para aceptar algo como lo propuesto por Luciano nos podría recordar el rechazo que todavía hoy en día sigue existiendo por la alta cultura hacia la fantasía y la ciencia ficción.
Pero, por otra parte, los llamados géneros imaginativos están cada vez más aceptados. Es decir, cada vez cuesta más quedar bien negando la calidad de producto cultural de los videojuegos. Por ello supongo que pronto serán admitidos en el canon como ha ocurrido con el cine. Sospecho también que si la humanidad sigue adelante los juegos de rol de mesa serán los siguientes, mal que les pese a los puritanos de la alta cultura.
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Y sin embargo, creo que seguimos estando limitados. Sí, estamos acostumbrados a consumir una increíble cantidad de historias que no tienen que estar necesariamente insertas en un contexto histórico o mitológico previo. Pero si nos acercamos un poco, la fantasía y la ciencia ficción siguen siendo mucho menos variadas de lo que podrían parecer a simple vista. Supongo también que eso es algo de lo que nunca podremos escapar. Siempre es más fácil escribir de lo que se conoce y es más fácil gustar al público y, por tanto, que tu obra sobreviva, si pueden entenderla o sentirse identificados.
Un motivo muy sencillo es el límite de nuestro conocimiento. La ciencia ficción requiere en principio, como su nombre indica, unos conocimientos amplios y profundos en el campo científico. Esto no siempre es fácil de conseguir y más aún si, como también indica su nombre, lo que queremos es escribir ficción. Escribir es un trabajo en sí mismo y requiere mucho tiempo de aprendizaje, práctica, prueba y error. Así visto se comprende el enorme mérito de quienes intentaron basar sus historias en un dominio profundo de la física, la química o incluso la biología. Esto puede explicar la dificultad para que aparezcan nuevos autores como Stanisław Lem o Isaac Asimov, aparte de la obviedad de que hoy en día la humanidad no tiene la misma fe en la tecnología o la conquista del espacio.
Ojo, no confundamos ciencia ficción con Space Opera, una obra ambientada en el espacio con naves o con robots y coches voladores. No es ciencia ficción si la historia no se basa en algún supuesto científico y la tecnología es solo parte de la ambientación. Y esto no es una crítica: este género nos permite ahondar con más facilidad en los personajes, la crítica social o la moral. Pero ambos géneros adolecen de la misma limitación.
Aunque dispongamos de infinidad de historias llenas de planetas habitados y de multitud de especies inteligentes se da la curiosa circunstancia de que el protagonismo, el foco de la historia, casi siempre está centrado en humanos (que suelen ser blancos y, si es nuestra misma humanidad en el futuro, de origen anglosajón). Y de verdad que no quiero ser tan hipercrítico como Carl Sagan. Pero cuando encuentro ambientaciones con cientos de planetas donde los aliens solo están de relleno o ni siquiera existen siento, sin rencor, que estamos ante una incapacidad de imaginar más, como la que encontramos en la literatura clásica.
¿Y si en lugar de historias de ambientación tecnológica/futurista observamos el otro tópico? Cambiemos robots, extraterrestres y naves espaciales por espadas, dragones y hechizos, ¿qué nos encontramos? Cuando Lord Dunsany creó el concepto de inventar tierras y culturas en mundos ficticios sin relación con el pasado de la Tierra inició su recorrido la fantasía épica/heroica. Este género, dividido a veces en alta o baja fantasía según varios factores, principalmente la potencia de la magia destaca por su promesa de posibilidades ilimitadas. O al menos era así cuando me introduje en él con el entusiasmo de la adolescencia. Pero, conforme pasaban los años, me llevé la desilusión de comprobar que en gran parte se ha repetido lo mismo una y otra vez.
La típica crítica superficial es que durante años la fantasía se ha limitado a hacer un remix de El Señor de los Anillos. Un mundo medieval con muy poca densidad de población donde la increíble imaginación del género se limita a colocar a nuestra especie conviviendo con los mismos orcos, elfos y enanos una y otra vez. El género se renovó un poco gracias a la influencia del rol. (Bueno, realmente de Dungeons & Dragons). Pero exceptuando algunas honrosas excepciones, como las novelas más raras de Weis y Hickman, lo que quedó fue otra oleada de novelas de mundo medieval con un poco más de criaturas que se copiaban de un mundo a otro y mucha más magia.
Esto encierra una limitación mayor y que francamente me sorprende. Sí, es cierto que gran cantidad de obras y de público se han conformado con copiar y pegar de Tolkien y de la Dragonlance, pero lo que realmente significa eso es que, en un género donde podría aparecer cualquier cosa o sacarse ideas de cualquier mitología o proponer cualquier tipo de cultura o paisaje, nos encontramos mayoritariamente con una repetición del mismo paisaje basado en el norte de Europa. Nos encontramos las mismas razas sacadas de mitos celtas o nórdicos y unos mismos esquemas de aventureros/exploradores/héroes. Tanto así que, cuando empecé a devorar novelas, tenía la impresión de que podía encontrar tramas y personajes más variados en la novela histórica ambientada en nuestro mundo que en aquellas ambientadas en la fantasía.
Estas últimas, en teoría, podía ofrecerlo todo… Pero ese «todo» casi siempre se resume en una ambientación basada en la Edad Media de Europa Occidental con humanos y, si eso, orcos, elfos, enanos, medianos, gnomos o seres muy parecidos pero de nombre cambiado.
¿Es que acaso hay una incapacidad para imaginar más allá? Tal vez. ¿Pero a quién culpamos más, a los autores o al público? George Martin, al escribir Canción de hielo y fuego, optó por crear un continente que realmente era una Inglaterra hipertrofiada y hacer allí una metáfora de la Guerra de las Dos Rosas, pero también es cierto que en las novelas nos muestra parte de un enorme continente mayor que viene a ser un trasunto del Mediterráneo y Asia.
Entonces, ¿hubiera tenido el mismo éxito su saga si se hubiera centrado en las partes no basadas en Inglaterra? Tal vez no, si tenemos en cuenta que los autores de la Dragonlance también crearon cosas más exóticas como el Ciclo de la Puerta de la Muerte y la Rosa del Profeta, esta última basada en mitología de Oriente Próximo. Supongo que no os sorprenderéis si os digo que el éxito editorial les vino principalmente por la historia de ambientación medieval típica rolera.
No es que no haya intentos de ser original. Más bien parece que el público mayoritario va a tener en cualquier época un límite de lo que está dispuesto a imaginarse. Naves espaciales sí, pero que los protagonistas y la mayor parte de los personajes sean humanos. Un mundo medieval y mágico sí, pero que tenga reyes y monstruos al estilo europeo o, si eso, japoneses, que con tanto anime ya sí estamos acostumbrados. Salirse de esto es peligroso y, aunque puede salir bien, es jugársela mucho. Y entiendo que si vas a gastar tiempo y dinero de tu vida en un proyecto prefieres tener la seguridad de que bastante gente va a querer comprarlo.
Y es que al fin y al cabo internarse en terreno nuevo cuesta trabajo. Yo mismo, en mi humilde intento de crecer como escritor, me he encontrado con límites difíciles de cruzar y que seguro que desesperaron a personas más capacitadas que yo. Inventar religiones ficticias complejas y que no sean refritos de las que conocemos, por ejemplo, requiere dedicar un gran trabajo a la investigación. Un trabajo que, al fin y al cabo, podrías dedicar a perfeccionar tu técnica de diálogos, de creación de personajes o de elaborar tramas.
Y sin embargo, tal vez esto no sea tan negativo. Mi opinión personal al respecto es que está bien conocer que necesitamos puntos de anclaje para decidir si nos quedamos ahí o si nos alejamos poco a poco. Al fin y al cabo, Luciano y Dunsany acostumbraron a la humanidad a ideas que en principio rechazaba. Aunque hay quien sigue sacando novelas de mitología nórdica+celta como si fueran algo novedoso, siempre habrá quienes como Le Guin, Gavriel Kay o Bueso se intentan adentrar en otros mundos.
Y os diré una última cosa: si os atrevéis a mirar la historia de la humanidad, no solo en nuestros países hispanohablantes, sino también fuera, en lo profundo de Asia y África, encontraréis una increíble cantidad de ideas, tanto para novela histórica como para fantasía. Solo hay que olvidarse de tanto elfo y tanta Inglaterra y, en general, atreverse a intentar saltar los límites de nuestra imaginación. Eso sí: ¡si imagináis culturas, recordad que su imaginación también estará limitada!
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