«…que el pensamiento no puede tomar asiento,

el pensamiento es estar siempre de paso».

El texto que veis arriba perforó mi cerebro durante los primeros años de mi adolescencia, cuando me gustaba oír canciones de Aute que mi padre ponía en los viajes del coche familiar. Durante muchos años de mi vida esos trayectos fueron el momento en el que escuchaba más música. Si pensáis que ponerle cantautores de la Transición o antes es una educación rara para un niño os diré en primer lugar que sí, que no es lo habitual. Y luego añadiré que mi padre puso casi cualquier tipo de música cuando me llevaba en coche. Así que también tengo tiernos recuerdos oyendo a SKA-P, Amaral, Enya o La Oreja de Van Gogh. Así que de chico me emocionaba igual escuchando La Chica del Gorro Azul que La Estampida. Todo eso teniendo la suerte de que me llevaron de un lado a otro de Andalucía descubriendo calles, bosques y playas.

Lo cierto es que debo estarle agradecido a mi padre por esa estimulación. Oír música tan distinta hizo que percibiera pronto que el mundo era complejo y había muchos tipos de historias y puntos de vista. Por supuesto, le pillé el truco a unas cosas mejor que a otras. Nunca me terminó de gustar Antonio Orozco y hasta que no estuve terminando la adolescencia no le tomé el gusto al rock progresivo. Y con el tiempo empecé a conocer música por mis amigos, y el rap y el metal entraron para desbaratar aún más mi cabeza. Y en mis últimos años de instituto descubrí lo que suele llamarse «pop indie», con grupos como Atención Tsunami. Aunque sé que se puede opinar con bastante razón que ya oía ese género de antes, por Amaral…

…Bueno, me estoy yendo por las ramas. En un principio quería escribiros sobre lo que significó para mí esa frase de Aute. Pero quería contextualizarlo con lo que significaba para mí la música en el coche familiar.

Por si alguien se lo pregunta, diré que mi padre reaccionó sorprendentemente bien a la música nueva que quise poner en el coche. Puedo decir con orgullo que mi viejo conoce a Sirenia, al Tote King o a Love of Lesbian con la misma naturalidad que a King Crimson, jeje. Una vez que estábamos oyendo metal gótico, mi madre se quejó de que mezclaran a un tío cantando guturales con una vocalista femenina de bella voz. Sin embargo, mi padre había pillado tan bien de qué iba la cosa que le respondió con entusiasmo: «es que esta música es del cielo y del infierno al mismo tiempo». Eso dijo un señor nacido en 1956.

Vale, ahora sí que me centro. Fliparíais si supierais la de veces que he empezado a escribir de un tema y en el borrador me he dado cuenta de que prefería hablar de otro.

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Como dije antes, me influenciaron muchos tipos de música y todo tipo de canciones. Y, pese a que Aute no estaba en mi Top 10, esa canción quedó incrustada en mi cabeza. Me sirvió de consuelo en mis momentos tristes, que desgraciadamente eran muy comunes. Simplificando mucho, mi año era disfrutar el verano con sus vacaciones y sus horas de sol vagando por lugares hermosos de la costa de Cádiz, Málaga o Granada y luego pasar el resto de meses añorando esa época.

Odié el colegio y el instituto con toda mi alma. Quiero creer que los adultos que me conocían nunca fueron realmente conscientes de cuánto sufría. Porque la idea de que alguno fuera consciente y no hiciera algo al respecto me resulta deprimente. En ese contexto una de mis mayores alegrías, sobre todo en la época del año en que el sol se oculta tan pronto, era movernos en coche de un lado a otro. Ver deslizarse el paisaje a mi alrededor y moverme más allá de lo que conocía mientras oía todo tipo de música me conmovía profundamente. Y como los viajes en coche incluían música, diversas canciones quedaron marcadas como la banda sonora de mis recuerdos.

Ahora que vuelvo la vista atrás me sorprendo del proceso por el que determinada música desarrolló su simbolismo en mi mente. Por una parte, dependió de que mi padre eligiera poner tal o cual álbum en un viaje o en una época del año, pero mi cabeza aplicó sus propios filtros. Algunas han quedado señalando la extraña melancolía que asocio a los paisajes gaditanos a finales del verano: estar en un paraíso de viento salvaje y ambiente alternativo unas semanas antes de volver a pasar horas encerrado, oyendo a gente, de la edad que fuera, hablando de cosas que me importaban una mierda (sé que esto dolerá a mucha gente, pero para mí las matemáticas y el raguetón eran lo mismo).

Otras, sin embargo, han quedado señalando los momentos más tristes, que en aquel entonces solían coincidir con la época fría. La canción De Paso, con un texto tan melancólico y reflexivo, parece hecha a propósito para mi yo adolescente. Nunca olvidaré una ocasión en la que mi padre nos llevó a algunos amigos y a mí al instituto con el coche familiar y puso esa canción. Aquello fue posible muy pocas veces porque su trabajo le hacía salir antes y mi madre no conducía. Mi camino habitual a la tortura semanal era en autobús.

Y la música que sonó en el coche aquella mañana gris única en la historia, en la que el vehículo familiar me llevó a clase, fue el recopilatorio de canciones versionadas «¡Mira que Eres Canalla, Aute!». Asumo que sonaron otras canciones del disco. Pero la que me impactó fue esa canción de tristeza existencialista que sonó en el momento adecuado, en este caso cantada por León Gieco, a quien no conocía. Y acentuó más mi soledad ver que a mis amigos parecía darles igual algo que a mí me conmovía tantísimo… Aunque esto es algo por donde pasa todo el mundo, la experiencia de ver que nos toca la fibra algo que a los demás… pues meh.

Mas, como dije al principio, hay una parte concreta de la letra que hizo un clic especial en mi cabeza, más allá del momento particular de tristeza. La idea de que el pensamiento debe estar de paso, que no debe quedarse parado en una opinión o en una forma de ser. Año a año fui comprendiendo que era algo que podía comprender con facilidad.

El deseo de moverme constantemente fuera de mi ciudad, de aprender sobre otras realidades devorando documentales o libros, de aprender más acerca de historia o naturaleza. Y por supuesto oyendo todo tipo de música. Aún hay gente que se asombra de que escuche tanto indie como metal como rap. En todo caso, lo que lamento es que me he quedado un poco desactualizado. También intento leer variado, y por no encorsetarme he dado bandazos entre la novela histórica, la ciencia ficción, el realismo mágico y la fantasía medieval. Si alguien es capaz de combinar géneros tendrá mi admiración absoluta: no es casualidad que mis dos escritores favoritos sean Gore Vidal y Gene Wolfe.

Y, sin embargo, no hice tanto caso como debería a esa enseñanza, como demuestran un número considerable de cagadas que cometí posteriormente. En muchas cuestiones personales actué de forma demasiado cerrada y dogmática. Aún me pregunto por qué olvidaba tan fácil unas máximas que recordaba en seguida para otras cuestiones. Ah, y está el tema de viajar. Es verdad que motivos económicos y de vida privada me pusieron bastantes obstáculos para moverme por el mundo (y por mi país) tanto como hubiera querido. Pero tardé bastante en darme cuenta de que podría haber aprovechado más oportunidades. El último tortazo en la cara me lo llevé con el dichoso confinamiento de 2020.

Por supuesto eso no significa que me dé por perdido a mí mismo. Una de las cosas que he aprendido como escritor, o más bien aspirante, es a no rendirme por mucho tiempo que se haya echado a perder. Aún sigo luchando por empequeñecer mi lista de libros pendientes y, si apenas puedo salir de mi ciudad, he procurado conocerla paseando de un extremo al otro, y cada vez conozco mejor las lomas del campo donde ésta acaba, caminando cada vez más lejos.

Esta promesa de nuevas aventuras me consuela cuando mi cabeza parece sufrir otra ola de frío introspectiva. En lugar de quedarme en un bucle recordando viajes, amistades o amores que no volverán meto agua y comida en una mochila, me pertrecho y, equipado con la novela que esté descubriendo, me marcho al monte. Quizás sea un triste monte deforestado, plagado de eucalipto o replantado de pino carrasco, pero me vale. ¿Y sabéis qué? Que año a año tras acabar la enseñanza obligatoria le pude ir cogiendo aprecio al invierno y al frío. De hecho, viviendo en un seco clima mediterráneo (y que se va volviendo más desértico año a año) la época en la que no abrasa el sol y se supone que llueve es la mejor para perderme por montes andaluces.

Ha sido un curioso cambio de paradigma. La época del año que más odiaba, el invierno, se ha convertido en mi favorita, y es mi época de pensar y ensimismarme. Y mientras os lo contaba me he ido por las ramas. Así que el pensamiento sigue de paso.


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