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Una vez que fuimos hermanos

I
Sí, recuerdo el mundo,
la huella
ante la insistencia de vivir.

Pertenezco a una historia
lejos de mi especie,
el relato de las ilusiones
y la lucha.

Quizás todos nuestros sueños
se han quedado en el fragor de la mañana.

A partir de ahí,
el recuerdo sólo es.

II

No podremos extender más nuestra sombra;
hay sombras mayores que nuestras victorias.
Una vez fuimos hermanos;
entonces nada era oscuro
y la vida era favorable.

Y entonces ya no fuimos más,
ni amigos;
la amistad se enrareció.
No hubo posibilidad de regresar al nido,
ni establecer una nueva sombra de alivio.
No hubo forma de arreglar los puentes,
ni derrumbar los acantilados.

Todas las negativas eran celosas,
y la amistad se tiñó negra
mientras bebía el vinagre de tu viejo abrazo,
mientras intentaba cubrirte de la verdad
con los restos de mi sombra.
Y la sombra se quejó,
huyó de tu abandono;
y ahora mi sombra es una alfombra deshilachada,
y tu sombra me asusta
al ser el reflejo de la persona que jamás conocí.

III

Una vez que fuimos hermanos, la vanidad nos separó. Cada uno quiso repartirse el mundo. Nos sentamos a la mesa como buenos hermanos, los que siempre fuimos. Y comimos del alimento compartido, y afuera, ante la noche, se escuchaban los gritos. Ni siquiera alzaste la mirada. Seguiste con la boca llena. 

Apenas te reconozco ya. Una vez que fuimos hermanos, traicionaste el mundo que construimos. Todo se rompió. Y ahora vagas errante por la tierra, solitario, intentando despojarte del polvo y la sombra.

 La Mesa de la Hermandad Universal, de José Clemente Orozco. 1931, Nueva York.

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