Hoy la ciencia vive buenos tiempos. Es la gran protagonista. Está en boca de todos. Organiza nuestras agendas y marca las políticas que nos gobiernan.
Los políticos la consultan y salen, día sí y, día también, a dar la cara por ella. La economía le reza, le hace ofrendas interesadas y pone toda la maquinaria a su servicio (para que no se vuelvan a confinar sus ciclos monetarios). La Iglesia intenta no hacer mucho ruido, se queda escondida entre las sombras, intentando aprovechar los privilegios que detenta para esquivar sus prohibiciones. Los medios de masas le sacan partido, reconvierten a sus opinólogos profesionales en consagrados científicos, rellenan sus parrillas con acalorados e insípidos debates pseudocientíficos, y nos tienen pegados a las pantallas, esperando alguna buena noticia que alivie la ansiedad que nos generan. Mientras, la comunidad científica aprovecha su momento; intenta hacerse valer, que se les escuche, que se note su importancia y que se la dote con la financiación que merecen.
Pero, ¿qué es la ciencia?
Por norma general solemos tener una idea bastante pomposa acerca de ella. Cuando hablamos de ciencia, la mayoría, seguramente, pensamos en batas blancas, probetas, pipetas, tubos de ensayo, quemadores, microscopios, decantadores, autoclaves, aceleradores de partículas, potentes e inmensos ordenadores… Grandes y ajetreados laboratorios, equipados con el innumerable y caro material que necesitan para realizar grandiosos experimentos. Todo ello para poder profundizar en las más variopintas teorías que son capaces de imaginar las científicos que los habitan.
Un cuadro mental que corresponde más a la fotografía de una ciencia de altos vuelos. Dependiente y aplicada a un sistema productivo que la dota de material, la subvenciona, y que por ende, dirige, vigila y controla, convirtiéndola en un simple recurso económico. En un producto más, que queda a merced de la ética y de las leyes de los mercados. Siendo su fin principal el de generar valor para sus socios capitalistas. Son esos mismos intereses los que la alejan de su esencia, de su idea original y de su función social y emancipadora.
Una ciencia empoderada, que en su asalto al poder va camino de convertirse, si es que no lo es ya, en un nuevo fundamentalismo; en el que se sustituyen las creencias religiosas por los dogmas científicos. Una ciencia instrumentalizada tras la que se esconden las vergüenzas de la ideología dominante, que intenta sacarle rendimiento y utilizarla como excusa para justificar todas sus burradas. Un instrumento más al servicio del status quo oficial, de los poderosos del mundo.
Pero la ciencia, su naturaleza, es algo mucho más mundano. Está al alcance de cualquiera. Es la capacidad del ser humano –seguramente no exclusiva de nuestra especie– de razonar, de observar y de intentar entender el mundo que nos rodea, en busca de un mayor control y dominio de la realidad. Es el subconsciente preguntándose el porqué de las cosas, despertando nuestra curiosidad. Una idea que nace, que se prueba y se comprueba hasta validarse, hasta refutarse y convertirse en hecho. Ese es el camino del conocimiento.

El método científico: dudar, discurrir, ensayar, probar, errar, reconfigurar, volver a probar, establecerse y… ¡Vuelta a empezar!
Ideas que aparecen, que encuentran la resistencia de lo ya establecido, que mueren. Una lucha sin descanso entre dogmas y paradigmas, entre viejas y nuevas creencias… Así avanza la evolución y la ciencia.
¿Acaso no fue Eva la primera científica del calendario gregoriano? ¿No fue la lengua venenosa de la serpiente la que le hizo dudar de las creencias establecidas por la gracia de Dios? ¿No fue la curiosidad la que la empujó a ver qué pasaba si probaba los frutos del árbol de la ciencia? ¿No fue esa manzana uno de los primeros ejemplos de puesta en práctica del método científico?
Y, ¿no fue la ira y el castigo de Dios un ejemplo de las consecuencias y de los obstáculos que tienen que enfrentar y padecer toda idea o avance revolucionario? Porque, lo cierto es que, en esta histórica bíblia queda muy bien resumida la evolución del saber, la pugna entre lo moderno y lo obsoleto. Porque, al igual que le pasó a Eva, todos los grandes genios y pensadores de la historia, para poder hacer valer su pensamiento, tuvieron que enfrentarse y padecer las represalias de la divinidad de sus tiempos.
Modernos e innovadores ideales que, además de costarles la vida y/o el prestigio, abrieron horizontes demasiado revolucionarios para sus tiempos. De forma que, solo fue gracias al tiempo, a su avance, por lo que esas ideas acabaron por permear en la consciencia pública. Por lo que los medios de investigación disponibles avanzaron lo suficiente como para corroborarlas y ponerlas en práctica.
Y es que la imaginación es revolucionaria. Siempre va más adelantada que el materialismo imperante, que la metodología científica del momento. Sobran los ejemplos: Galileo, Copérnico, Einstein, Tesla, Kropotkin, Darwin, Mendel, Fleming, Feyerabend, etc. Una larga lista de personajes –y seguramente existirán otras tantas “brujas”, como Marie Curie o Ángela Ruíz Robles, ocultas entre los lodos de la oficialidad– que sufrieron en sus carnes los dogmas de un mundo científico utilitarista al servicio del credo y de los poderes fácticos predominantes.
Una ciencia institucionalizada que, desprovista de toda espontaneidad y atrevimiento, se dedicó a justificar cosas como la inferioridad de la mujer, relegándola a un papel meramente servil y de crianza; a defender y a dar consistencia técnica a la esclavitud, a las ideas racistas y totalitarias que aparecieron a lo largo de la historia. Una ciencia que se puso también al servicio de las causas bélicas, sustentando y produciendo un sinfín de avances armamentísticos que no pararon de generar caos, muerte y destrucción; que ocasionó y produjo grandes pandemias, que creó nuevos virus y nuevas enfermedades; que es la que, siguiendo un progreso desmedido, y sin reparar en sus consecuencias, acabó por convertir al planeta –y al espacio– en el estercolero que habitamos hoy en día…

A pesar de ello, no buscan estas líneas la satanización de la ciencia. Ni se defiende la vuelta a la ignorancia supina ni, mucho menos, se intenta dar sustento a rocambolescas teorías más que descartadas por la acción del tiempo, la lógica y del método científico. Tampoco es menester desacreditar e ignorar todos los avances de los que disfrutamos actualmente, ni de unos ritmos de vida que eran impensables en otras épocas, pero que sí lo son en otras partes del planeta.
Sin embargo, es necesario no olvidar sus contras. Además de que ya no estamos ante aquella ciencia libre y revolucionaria de siglos anteriores que transformó y tomó partido por el cambio, por la mejora de las condiciones sociales, y que nos ayudó a superar miedos y a derrumbar “saberes” estériles. Una ciencia oficial que hoy se encuentra alejada de toda pretensión filosófica, o de intentar transformar las sociedades. Convertida en un simple negocio, en una mercancía al servicio de intereses económicos, que actúa como un factor más de alienación; que solo reclama de nosotros una fe ciega y una creencia irracional. Con un cuerpo científico, encargado del gobierno de la sociedad, que cada vez se ocupa menos de la ciencia y más, como hace cualquier poder establecido, de perpetuarse a sí mismo. Volviéndonos cada vez más estúpidos y dependientes de su dirección.
Es hacia ella, hacia esa doctrina idealista y cientifista, a la que va dirigida esta crítica. Un llamamiento al sentido crítico; a la conciencia, a mantener encendida la sospecha, ¡a dudar!… Porque la duda, la sospecha y el debate son la esencia de la ciencia. Las bases de la inteligencia.
Porque la vida y sus realidades van mucho más allá de lo que hoy abarca la ciencia, de su reduccionismo. Porque ella, dado que es humana, será siempre imperfecta y quedan, por lo tanto, muchas verdades absolutas por sucumbir ante el tiempo y ante el avance del conocimiento. Porque, parafraseando a Bakunin, nuestra iglesia tiene que ser la ciencia; pero no queremos ni papas, ni obispos, ni curas, ni concilios, ni conclaves. Porque reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infalibilidad y la universalidad de sus representantes, de los sabios famosos y de sus financiadores. Porque la ciencia absoluta solo encontrará su realización y su perfeccionamiento en su propio porvenir y que, por lo tanto, no se realizará jamás. ¡La razón tiende a infinito!