Caminábamos por el Borne buscando un sitio donde fumarnos un canuto, cargados con el carrito de la ropa húmeda y el reciclaje que nos habíamos encontrado unos minutos antes. Quién sabe si de fondo estaba sonando Erik Satie o Eskorbuto.
Dependiendo de la zona, la birra era jodidamente cara. Joder, deberían tomarse un respiro para descontar un par de centimillos a la gente del barrio. Putos pakis del centro. Dan asco, como todo lo demás que hay en el centro. Se salva lo que lleva ahí vivo más que nosotros, y que consigue mantenerse separado del turismo y las hamburguesas de un euro.
Unos ricos de una calle cercana a la de Robadors se habían mudado y habían tirado infinidad de cosas.
Y nosotros por el Borne sin carrito.
Hacía el suficiente frío como para que no nos molestase ponernos cuatro abrigos encima para no cargarlos. Caminar hacia el metro se hacía divertido porque no veíamos por encima de la montaña de objetos que llevábamos en aquellas cajas tan frágiles. Yo sólo pensaba en la aventura que iba a ser colarse en el metro con todo aquello.
Caminar con él también me molaba que te cagas.
Solíamos parar a descansar y a tomar una cerveza en esquinas variopintas típicas de las calles del Raval de Barcelona, pintar furtivamente y resguardarnos del frío en sitios raros que encontrábamos por la ciudad y que nunca más íbamos a volver a ver.
Nos escondíamos para fumar; nos escondíamos para besarnos.
Es como si el universo conspirase manipulando nuestras mentes —que deben de liarla parda mientras nosotros no somos conscientes—, porque siempre acabamos liándonos en lo deshilachado y liándola delante de obras de arte que nos recuerdan que también somos artistas; y que hace frío, hace frío pero tenemos que trabajar pa poder comer caliente. Y de paso dejamos gratis otra creación artística en la galería que es la calle; okupándola e inventando más arte, reciclando todo lo que necesitamos y encontrando sitios nuevos para crear y destruir.
Deja un comentario