La cultura de la cancelación y el punitivismo en redes sociales se ha normalizado. Esta práctica surge, en principio, de la necesidad de terminar con la impunidad social de la que muchos agresores gozaban tras violentar a otras personas. En algunas ocasiones, eran formas de violencia que no necesariamente podrían ser juzgadas institucionalmente. En otras, eran las víctimas las que no querían, por una infinidad de razones, llevar a tribunales. Y, por otro lado, en muchas otras ocasiones, ocurrían ambos movimientos de forma paralela; es decir, se denunciaba institucionalmente y se denunciaba públicamente.
Así pues, esta práctica surge de forma reaccionaria contra una realidad histórica que reproduce las violencias sistémicas aislando al sujeto de sus acciones. Especialmente, a un sujeto privilegiado que ostenta cierta posición de poder sistémica respecto a las personas que han recibido su maltrato. Sé que se os vienen decenas de ejemplos a la cabeza con esta última frase. También sé que muchas estaréis pensando en el eterno debate de separar al artista de su obra.
Se entiende muy bien que las víctimas necesitan reparación, aunque también se entiende muy bien que esa reparación ha sido negada durante siglos. De hecho, en muchas ocasiones en la historia reciente esa reparación ha sido negada incluso cuando por vía legal se ha conseguido. Pero la figura del agresor, si este era un personaje público, ha sido defendida por amplios sectores de la sociedad. Seguramente, por falta de educación en igualdad y justicia social.
Dicho esto, doy un paso más allá para decir que la cultura de la cancelación se ha convertido en algo muy diferente y mucho más usual en el día a día. Se ha extendido fuera de la esfera de lo público para enraizarse en lo privado. Lo que quiero decir con esto es que, ahora, la persona cancelada ya no es solo un magnate como Harvey Weinstein. También puede ser, mañana o cualquier día, el turno de tu vecina María. Porque en 2017 publicó un tuit desafortunado o porque sigue en redes a una divulgadora controvertida.
Entiendo el origen de este movimiento y, durante mucho tiempo, estuve de acuerdo con él. Lo estuve cuando se usaba para proteger, y no para aislar y castigar a las demás personas por no ser perfectas. O, aún más allá, por no haber sido siempre perfectas. Desde mi punto de vista, se ha llevado a unos extremos y se ha generalizado en tantos espacios, disidentes y normativos, que está haciendo mucho más daño que bien. De la forma en la que se entiende ahora, hay que castigar el error ajeno hasta llegar a invalidar tanto cualquier explicación de intenciones por parte de la persona cancelada en cuestión como cualquier reflexión de esta misma persona respecto a otros temas.
Así, la cultura de la cancelación no existe ya para mostrar apoyo a víctimas y rechazo contra personas que han agredido a otras tangiblemente. Existe, la mayor parte del tiempo, como un mecanismo para anular unánimemente a una persona por algo tan simple como un comentario desafortunado. Como consecuencia de esto, se crean espacios sectarios y dogmáticos en donde la duda o el cuestionamiento, pilares del pensamiento crítico, son castigados en masa. Decía Clementine Morrigan, pensadora, autora y divulgadora en redes sociales, además de mujer cancelada hace años, que decir «fuck the police» significaba no actuar como policías unas contra otras. Y eso, tristemente, es lo que se está haciendo.
Tiene sentido que ocurra «en redes sociales», porque en la vida real las personas no se sienten tan seguras de insultar, invalidar o argumentar contra alguien del mismo modo. Porque eso crearía un conflicto, y con él la necesidad de la gestión del mismo. Y eso tendría consecuencias inmediatas y visibles en el/la interlocutor/a: esa persona podría contestar, explicarse o hacer comprender su punto de vista mediante el tono y el lenguaje corporal. Esa persona podría llorar o desesperarse, y la persona en posición de «ataque» empatizaría, en términos generales. Todo ello son herramientas que en la vida real nos sirven para entender a las demás personas, no solamente desde la emoción sino también desde el razonamiento, la contextualización y viceversa. Todo eso a lo que llamamos, también, responsabilidad afectiva. Actuar desde la rabia es necesario a veces, pero nunca debería convertirse en la norma cuando a debatir nos referimos.
No sentir rabia es un privilegio, sí, pero no siempre que la sentimos debemos actuar desde ella. Yo estuve años haciendo activismo desde el trauma personal (sobreexponiéndome, usando mi experiencia), y a quien más daño hice fue a mí misma. Hace ya cuatro años de la primera vez que me quedé perpleja siguiendo un debate en redes sociales entre personas cuyas ideas, a ojos de una gran mayoría de la sociedad, tendrían muchísimas más similitudes que diferencias. La forma en la que se hablaban, menospreciaban y se deseaban el mal me dio miedo. Porque me recordó a todo lo que había leído y presenciado en mi vida relacionado con fundamentalismo y con bullying.
Puede que penséis que estoy siendo exagerada al juntar esos dos términos y al relacionarlos con un debate en redes sociales, pero pienso que son distintas caras de una misma moneda sociológicamente hablando: la creación de la identidad (política) propia a través de la negación de la identidad del otro y, en contraposición a la misma e íntimamente relacionado con ellas, el sentido de pertenencia a un grupo. El saber que, lo hagas bien o lo hagas mal, siempre que lo que digas concuerde con las ideas de ese grupo se te defenderá. Y, en ocasiones, hasta se castigará a tu oponente. Es algo natural, no es bueno ni malo, aunque dependiendo del contexto puede ser una cosa u otra.
Lo malo es que, dentro de un grupo o comunidad que políticamente se sitúa a la izquierda, que lucha por los derechos civiles y contra las opresiones, no haya lugar para un planteamiento o pensamiento disidente a lo que la mayoría marque. Y que a la persona que decida disidir se la castigue por ello.
No sé si conocéis una teoría que habla del efecto o síndrome del cubo de cangrejos. Básicamente, se observa que, cuando se coloca a un cangrejo europeo de río en un cubo, solo, éste intenta por todos los medios escapar. En cambio, cuando se colocan varios cangrejos en un cubo y uno intenta escapar, los demás cangrejos lo agarran con sus pinzas y le impiden salir.
Hay cubos de cangrejos de todo tipo: cubos de cangrejos de derechas, cubos de cangrejos de izquierdas, cubos de cangrejos feministas, cubos de cangrejos queer, cubos de cangrejos de instituto… En fin, cubos de cangrejos identitarios. El cangrejo que quiere salir representaría el pensamiento crítico dentro de un mismo grupo. Puede que el cangrejo que quiere salir se equivoque en su planteamiento, o puede que no. Puede que, fuera del cubo, haya un montón de pinchos y el cangrejo muera. O puede que se encuentre con el mar y vuelva para contarles al resto de cangrejos todo lo que ha visto fuera de ese cubo. Y puede que, juntos, creen un nuevo cubo, incluso uniéndose a otros cubos.
El pensamiento binarista nos lleva a un clásico «conmigo o contra mí» que está haciendo una herida profunda en el pensamiento crítico y el debate en círculos de izquierda. Cuando hablo de izquierda no me refiero a los partidos políticos, sino a la gente y a los movimientos sociales. La cultura de la cancelación sirve, hoy en día, para problematizar el discurso de cualquier persona que no piense como nosotras.
Yo me pregunto dónde ha quedado ese «hay que escuchar siempre las dos versiones en un conflicto», como nos enseñaban de peques. Y siento que vuelvo a tener que especificar a qué me refiero. No estoy hablando de agresiones hacia personas físicas atravesadas por violencias sistémicas, sino de expresar opiniones sobre temas que nos afectan —o la afectan a una— en mayor o menor medida. Existen cientos de cuentas en redes sociales donde se fomenta un odio insano hacia personas específicas. En general, personas que han sido canceladas por algún comportamiento reprobable en Internet. Todo lo que decimos deja una huella en redes sociales. Debates que podrías tener en un espacio seguro físico se transforman en una auténtica caza de brujas si se tienen por la red.
Aparte, existen incongruencias muy grandes dentro de estas dinámicas. Dependiendo de si estás dentro o fuera del grupo, te cancelarán o no. Por ejemplo, recuerdo unos tuits viejos muy misóginos de una artista y activista queer que se desenterraron hace unos meses. Ella pidió perdón y, acertadamente, hizo referencia a la edad que tenía cuando los escribió. Y, como punto final, dentro del activismo queer se hizo borrón y cuenta nueva al instante. Yo estoy de acuerdo con que se hiciera eso, pero me parece injusto que no se haga lo mismo con otras personas. Hay decenas de ejemplos de un lado y de otro. Además, también se castigan las conversaciones.
Cada vez más, se entiende que en un espacio de debate solo puede haber personas que piensen igual que nosotras mismas. ¡Vaya debate tan cómodo! ¿En qué momento invitar a alguien a sentarse a debatir significa estar de acuerdo con todas las opiniones de esa persona? Me viene a la cabeza un caso muy reciente de otra divulgadora feminista. A ella se la canceló dentro del feminismo radical (radfem) por invitar a su espacio a una persona trans. A su vez, la persona trans es cancelada en otros círculos por acceder a hablar con esta divulgadora. Para quienes lo hayan pensado, no hablo de la Jedet. Y también me viene a la cabeza otra divulgadora queer a la que se cancela por invitar a su espacio a una teórica radfem.
El otro punto importante, que encuentro excesivamente incongruente, es cuando me encuentro con que las mismas personas que dilapidan a otras en redes sociales, y que instan al escarnio público de las mismas, digan que están en contra de las prisiones y que son abolicionistas del sistema penitenciario. ¿Cómo puedes querer condenar a una vida de aislamiento social, sin ofrecer redención, a una persona por haber tuiteado algo problemático en 2013, pero querer que una persona que ha asesinado a otra sí tenga acceso a esa redención? Ser abolicionista de las prisiones pasa por haber hecho un trabajo por comprender el punitivismo y sus problemas. Por creer en la integración, en la educación restaurativa y en la pedagogía.
Hablando de la pedagogía en el activismo, para terminar, quiero recalcar que no todo el mundo debe hacer pedagogía constantemente. En especial si el tema desde el que se hace pedagogía nos atraviesa personalmente. Quiero que se entienda que no critico la rabia como emoción. Creo que es necesaria y, a veces, te sirve para sobrevivir. Quiero que se entienda que no hablo de exigir a nadie el deber de ser pedagógico en su activismo, sino solamente que no se convierta en un agresor. Hay una escala de grises enorme entre ser un ser de luz que explica todo con calma y amor y ser una persona que violenta a personas específicas en su discurso —y que, muy a menudo, también violenta a otros creyendo defender o dar voz a colectivos de los que no forma parte y a los que solamente se ha acercado de forma teórica—.
Querer castigar a los demás por errores humanos es algo contrarrevolucionario. Querer hacer sentir culpables a los demás por errores que cometieron hace años, y por los que ya pidieron perdón, es algo insano para la salud mental. Y querer que las personas asuman su privilegio con culpa y no con responsabilidad es improductivo.
No nacemos sabiéndolo todo. Por ello, no juzguemos como no nos gustaría que nos juzgaran. Todas las personas estamos aprendiendo, y todas estamos intentando hacerlo lo mejor que podemos. Tenemos que volver a crear espacios seguros de debate en nuestros activismos. Debemos salir de lo virtual y hablar mucho más de todo esto con nuestras redes físicas. Tenemos que volver a encontrar un lugar en el que estar en desacuerdo dentro de los límites obvios del respeto a la vida y la identidad de las demás personas, sin querer tirarnos los trastos a la cabeza, sin querer llorar y sin tener miedo. Tenemos que empezar a construir después de tanta deconstrucción.
Glosario:
La cultura de la cancelación es un fenómeno en el cual una persona que ha actuado o hablado de una forma considerada inaceptable dentro de lo que podríamos llamar la «cultura de la justicia social» (término acuñado por la pensadora, divulgadora y activista Clementine Morrigan) es masivamente boicoteada, penalizada y aislada en redes sociales, a menudo con consecuencias directas en la vida real.
Esta es una de tantas definiciones. Me parece importante que el término se entienda para comprender el artículo.
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