El término inventado «oceanificación» alude a las personas que imitan o tienen actitudes de criaturas oceánicas, incluyendo las del mismísimo océano; en contraposición a la personificación. Ambos recursos retóricos parecen querer acercar el mundo humano-cultural al mundo natural.

De forma antropocéntrica, cuando personificamos el sol, el viento o el océano, lo hacemos desde un afán algo pretencioso —como especie más evolucionada, con las emociones más complejas y el raciocinio más agudo—, pensamos que el cielo está llorando o que la luna me guiña el ojo. Cambiando el enfoque, pero no la prioridad, la naturaleza como inspiración en campos distintos al literario, ha llevado al ser humano a fabricar inventos para volar, para captar energía del sol. o para comunicarse en el océano. Sin embargo, detrás siempre existe un interés social y comercial. En el caso que nos incumbe, los océanos han sido vistos como un recurso misterioso, pero infinito; listo para ser explotado, pero nunca como los vastos cuerpos de agua de los que dependemos casi todos los seres vivos.

Algunas personas son raras. Se acercan a nuestros ecosistemas desinteresadamente, quién sabe si por necesidad de descanso, aburrimiento o de meditación. No obstante, estas se acercan con otra atención, con otro tipo de interés que busca beneficios más curiosos y espirituales…

Ellas ven el océano como ejemplo a seguir. Sus profetas afirman que millones de deidades-moléculas anárquicas llamadas H2O y NaCl en lengua humana, con sus enormes entropías que siempre tienden a aumentar, crean algo tan ordenado como la materia orgánica y la vida en uno de las paradojas (pasajes) más espirituales y bellos de la biología-fe. A la vida y a la muerte siempre le acompaña el agua. Venimos del mar y acabaremos… ¿envasados? Ser un río, correr libre y desembocar.

Las personas oceanificadas nos parecemos mucho a las orcas. Con el segundo grado de encefalización más alto del reino animal, no es que tengan mucho que envidiar a nuestra «todopoderosa» inteligencia racional. Por otro lado, nuevos estudios afirman que las orcas tienen el sistema límbico, es decir, la parte del encéfalo que se ocupa de las emociones, más desarrollado que el nuestro. Lejos de ser unas ballenas asesinas —de hecho, no son ni ballenas, pertenecen a la familia de los Delphinidae—, tienen tal empatía que todos los recursos que obtienen se reparten en comunidad, priorizando a los que están más débiles o tienen algún tipo de trastorno o enfermedad. Permanecen con su familia y su comunidad toda su vida y casi nunca expulsan a nadie. Se considera que no hay orcas solitarias.

Por supuesto, son carnívoras y realizan eficaces estrategias de caza que después enseñan a sus crías. Pero de ello depende su alimentación y su supervivencia. Llamar asesinatos a sus capturas es una personificación que nos deja muy mal a ambas especies.

Depredadores de grandes tamaños, como delfines, ballenas, tiburones y orcas, cumplen una función vital en el equilibrio oceánico. Su alimentación controla la cantidad de peces y zooplacton. Esto permite el crecimiento de seres vitales para el planeta, como los corales y el fitoplacton. Este último es el responsable del 50 % del oxígeno atmosférico, pero debido a la contaminación de los mares y el deshielo estamos perdiéndolo a un ritmo terrorífico. La población de orcas no ha decrecido demasiado, aunque los tiburones, por ejemplo, están agonizando en las redes de arrastre…

Por eso hace falta otra perspectiva, otra prioridad. Los oceánicos pensamos que hace falta cuidar, repartir, deconstruir y liberar. Lo bueno de liberar a las orcas es que nunca han atacado a un ser humano cuando las hemos encontrado en libertad. Los «asesinatos» solo han sido ejecutados por orcas cautivas. Las oceánicas creemos en una humanidad responsable, libre, equilibrada y solidaria, porque, en el fondo, todos somos agua y sal.

Ilustración de Coral R. Moya

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