Era una noche gélida. Ella cubría con su manto nuboso todo el tejado estelar. Nubes grises pero tenaces, ocultaban la luna. La oscuridad y el frío húmedo se empezaban a inmiscuir entre mis pensamientos. Era completamente imposible librarse de aquella sensación. Recuerdo sentir hasta rabia por tener que centrarme tanto en esa falta de temperatura. Hasta el miedo se me congelaba y me hacía no pensar en él, o en ellos.
Aquel grito helado de agua que penetra por tu nariz hasta el tuétano de los huesos de la clavícula y el pecho, y de ahí no quiere salir. Quería apoderarse de mí, no dejarme pensar. El frío me agarraba los pies y ya subía por las pantorrillas, pero todavía poseía movilidad en los dedos.
Le permitió la noche un huequecito a la Luna y me pude levantar y ver dónde pisaba. Recorrí el valle buscando un árbol hueco que recordé por el camino. No obstante, las nubes debían estar mosqueadas con nuestro satélite y no veía nada. Estaba tan oscuro que sentí el acecho de la reina de las sombras. El viento me empujó hasta otro árbol y me senté detrás de él para protegerme. Me tapé como pude con mi mísero saco de verano y cerré los ojos.
Cerré los ojos… Y poco a poco… mi verso se hizo más ligero y ventoso. Mi nariz y mis tubos nasales consiguieron calentar el aire. Mis pulmones son ahora veleros repentinos, que recogen de la atmósfera, pequeños fuegos. Allí se los regala a mis venas, que los depositarán en las chimeneas-mitocondrias de las células.
Mi corazón se erige como una deidad de la sangre. Una máquina todopoderosa que impulsa todo un sistema de calefacción centralizado, de reparto de recursos y recogida de deshechos. Nunca para de bombear, llueva o nieve, esté contento o triste.
Entonces estornudé y noté como las defensas de mi cuerpo expulsaban sin compasión a un potencial invasor. Pude sentir, incluso, a mi torrente sanguíneo retroceder y concentrarse en otros lugares de mi cuerpo donde hacía falta más calor, o más defensas, o más oxígeno.
Conseguí recuperar las fuerzas y atar el cinturón a mis neuronas. El frío ya no es suficiente para impedirme pensar. Veo y analizo un castaño grueso, que tiene seis o siete castañitos a su alrededor, con arbustos, musgos y helechos rodeando los árboles. Corto cuatro matojos de helechos para poder colocar apropiadamente mi esterilla. Los coloco cerca, para mañana, quizá esparcir sus esporas en señal de agradecimiento y perdón.
Respiro y contemplo los pequeños caulidios de los musgos en los que está tumbada mi cabeza. Mientras mi cuerpo termina de calentarse, pienso en el milagro que es que un rayo de sol que rebota en la tímida luna creciente de esta noche nublada, ilumine los tallitos minúsculos de este musgo. Vuelvo a escucharla, a respirar su Presencia. Está dentro de mí, es lo que soy. Hoy su aliento es gélido y hasta cruel, pero no tengo derecho a quejarme.
Ella es este cuerpo, este musgo, este tiempo. Y ahora, si Ella quiere, me dejará descansar.
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