Estiré el chicle lo suficiente, pero ya toca
sentir el peso del cuerpo sobre mis pies,
pasar las palabras del intestino a la boca.
Atendiendo un deseo impaciente a la vez.

Indícame, destina, ¿cuándo es que le beso?
¿Cuáles son tus planes con estas ganas
oprimidas que recorren todo poro y cada hueso?
Toco la puerta tres veces corridas.

Y, como si me estuviese esperando,
abre la puerta y yo temblando.
Sonríe,
yo tiemblo,
señala el sofá,
tengo frío.

Entra, esperaba que llegaras
para que me contaras:
«cómo es esa imagen que guardas en ti
cuando piensas en mí»,
me dijo acostándose en su sofá carmesí.

Como cuando me tiro en la cama
después de un turno bien jodío,
caigo en sus brazos a ojos cerrados
y agarrándome por la cintura me besa.

Ya no tengo frío, sobra el calor.

Colocando mis manos en sus mejillas
le beso más y más y más.
Hasta que, sin quererlo,
abro los ojos y el placer
se nubla entre tanta cosa nueva.
No recuerdo haber visto a esta persona antes.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunto mientras rozamos los pies.
—Todos.
—¿Todos?
—Todos los nombres que le pones a tu sentir.
—¿Y tienes apellido?
—Reprimida.

Ay, qué calor.
Comienzo a preguntarme
por qué toqué la puerta.
No me preparé para tener
un encuentro con mi ser.
Mas no me arrepiento.
Me enfrento,
me perdono,
me entrego.

Nunca besé a un extraño,
me besé a mí,
a mis secretos,
a mis errores,
a mis lecciones,
a mis muertes,
a mis vidas.

Elles y yo intimamos.


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