Cruzar
Cruzar o no cruzar.
Querer cruzar o no querer cruzar.
Poder cruzar o no poder cruzar.
Tener que cruzar o no tener que cruzar.
Saber cruzar o no saber cruzar.
Morir cruzando o sobrevivir cruzando, o
ni siquiera reparar en que has cruzado hasta que los carteles cambian de idioma.
Hablo de ríos, de vallas, de mares, de montañas.
Hablo de bajos de camiones, de barcas a motor, de vías de tren y de ferris.
Hablo, en contraposición, de aviones blancos, limpios, que atraviesan el cielo en un silencio terrorífico.
Hablo de trenes con ventanilla y libro, y hablo de trenes oxidados de mercancía, de hierro frío y de saltar a tiempo para que nadie te vea.
Hay personas, como yo, a las que cruzar no nos cuesta nada más que una cita cada cinco años.
Un madrugón, una foto de carné en la que sales mal tomada en la tienda de enfrente de la comisaría, un par de horas de espera y cinco minutos hablando con un funcionario ahogado de rutina.
Un café americano insípido a la puerta y el cigarro de después,
todo para conseguir la tarjeta mágica que nos abre las puertas del mundo.
Fría, estúpida, insoportablemente fácil de conseguir. Todopoderosa.
Hay personas a las que cruzar les cuesta una caminata de tres días sin zapatos, un golpe, una barca, más golpes, una carrera, más golpes, frío y hambre, más golpes, tres noches en un calabozo sin entender un idioma, golpes, tres años de espera viviendo en un recinto cerrado, más golpes.
Y hay personas a las que les cuesta la vida.
Les cuesta dejar atrás los recuerdos de infancia, les cuesta su camiseta favorita, les cuesta el último beso de su madre, les cuesta su pasión por la música, les cuesta su determinación por cambiar las cosas o les cuesta el sueño simple de vivir en paz y abrir una panadería.
Les cuesta todo lo que tenían que dar al mundo y que recibir de él.
Hay personas a las que cruzar
les cuesta la vida.
No nos podemos morir porque hay niños a bordo
¿Qué tenemos en común Behrouz Boochani y yo?
Boochani es periodista, escritor, intelectual y productor cinematrográfico kurdoiraní. También es una persona refugiada, y ha tenido que cruzar dos continentes para ejercer su derecho a vivir en paz. Pero Boochani no es famoso por nada de lo que acabo de mencionar. Behrouz Boochani es famoso por escribirle un libro por WhatsApp a su editor desde el centro de detención de inmigrantes de la Isla de Manús. O, como él lo llama, sin eufemismos, la prisión. En esta prisión gestionada por el Gobierno australiano permanecería desde 2013 hasta 2019.
Pero este no es un texto para alabar el magnífico trabajo de Boochani, aunque bien podría serlo. Es un texto que nace de la reflexión sobre algo muy grande que tenemos en común y algo muy grande que no tenemos en común.
Yo tengo miedo a volar, mucho miedo a volar. Tanto miedo a volar que he desarrollado un sinfín de premoniciones sin sentido sobre el vuelo en cuestión que vaya a coger. Premoniciones que me ayudan a soportar las horas interminables que pase en la nave. Una de ellas es para mí una certeza: el avión no se caerá siempre que haya al menos una niña o un niño a bordo. Sería demasiado cruel. Sé que los niños mueren en todo tipo de circunstancias, pero hay una especie de instinto providencial que me calma en este pensamiento: no, no podría ser. Si hay un niño, estamos a salvo.
Lo mismo pensó Behrouz Boochani momentos antes de montar. Iba en una precaria embarcación en Tailandia, acompañado de varias familias, de hombres, mujeres y niños rumbo a Australia. Cuando le asaltaba la ansiedad y se preguntaba si estaba yendo hacia una muerte segura, se contestaba con las siguientes palabras:
«No, seguro que no,
mientras lleven niños.
¿Cómo es posible?
¿Cómo podríamos ahogarnos en el mar?»
Y continúa:
«Pienso en otros barcos que en los últimos tiempos han bajado hasta las profundidades del mar. Mi ansiedad aumenta.
¿No llevaban estos barcos niños pequeños también?
¿No eran las personas que se ahogaron iguales que yo?»
Hay un paralelismo cruel entre estas dos imágenes aisladas. Dos personas con mucho miedo que se intentan convencer de que la muerte no les acecha basándose en un argumento tan puro y tan inocente como que la infancia no merece morir y que el destino, el mundo o las deidades diversas no lo permitirían. Pero lo cruel no es eso. Lo realmente cruel es que la muerte a mí no me acechaba, ni probablemente me aceche jamás cuando coja un vuelo, pero a Behrouz Boochani sí, y al resto de pasajeros de las pateras y cayucos del mundo también.
Ya habéis leído lo que Boochani y yo tenemos en común, y he mencionado levemente lo que no. Pero quiero ponerlo en palabras: lo que Behrouz Boochani y yo no tenemos en común es mi privilegio. No entiendo el privilegio como algo que asumir con culpa, pues desde la culpa no considero que se cambie de forma constructiva. Pero considero que es algo que asumir con responsabilidad y consciencia.
Cada día, cada hora y a cada momento personas como Boochani mueren intentando llegar a un lugar seguro en el que vivir con dignidad. Desde el año 2014, 24 629 personas migrantes han desaparecido en el ar Mediterráneo y 17 000 han sido confirmadas muertas (datos del Proyecto Migrantes Desaparecidos). Las cifras de muertes y desapariciones en las rutas migratorias hacia Australia están muchísimo más difusas; diversas oenegés hablan de miles, mientras el Gobierno habla de decenas.
La libertad de movimiento es un privilegio. No es un derecho universal, aunque debiera serlo. Si tienes un pasaporte por el simple hecho de haber nacido donde has nacido (no importa en qué país), con el que puedes coger un avión y cruzar fronteras, tienes privilegio por encima de millones de personas. Lee otra vez estas tres palabras: millones de personas. Al menos lo has tenido sobre 27,3 millones de personas refugiadas (cifra oficial de UNHCR a mediados de 2021). Esa cifra posiblemente se pueda multiplicar al menos por tres. Así, se llegaría a una estimación más certera para incluir a los millones de personas solicitantes de asilo a las que aún no se les ha concedido.
Me pregunto cuántas de ellas pensaron lo mismo que Boochani y que yo antes de embarcar en sus respectivos barcos. Me pregunto cuántas de estas personas vieron ahogarse a los niños y las niñas que iban con ellas, y cuántas vivieron para contarlo. Y, si vivieron para contarlo, quién las escuchó.
Pidamos, con responsabilidad y consciencia, el fin del cementerio humano en el que se ha convertido el mar Mediterráneo. Pidamos el derecho a una migración y un refugio dignos en todos los territorios.
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