Una característica muy interesante de la poesía imperial aldábrica fue su costumbre de establecer un apodo, una metonimia o una metáfora para referirse a cada topónimo al que hiciera referencia. Fue quizás su principal diferenciación del canon poético bráhemio, que se impuso durante siglos entre los pueblos del Mar Gris. No hubo población, región o estado mencionado por los poetas de Aldábrica que no tuviera su peculiar forma de ser referenciado. El pequeño pueblo de Infala, que se encontraba en la zona deshabitada entre las Áisut Pernetu (Montañas Afiladas), el Íntriqui (Río Sagrado) y la costa del Mar Gris, y cuya importancia ha sido casi nula a lo largo de su historia, estaba perfectamente registrado como el pueblo «donde paseaban los amantes», y así se mantuvieron las referencias a este durante generaciones de poetas.
Si en la historia posterior se conoció a esa diminuta población, que acabó siendo arrasada por las diferentes guerras que barrieron de la tierra al último Imperio Aldábrico, fue solo por su aparición en las poesías y en las Cartas Pecas, catálogos donde se enumeran y explican diferentes cuestiones literarias: enumeraciones de obras por autores, épocas o géneros; listados de himnos a diferentes dioses; y, lo que me interesa mencionar aquí, registros de metáforas, metonimias o topónimos para la geografía: una especie de diccionarios necesarios para entender la poesía aldábrica cuando se ponía a citar mapas. No es una exageración, el poeta Zula o la poetisa Méncar, más conocida por su labor como historiadora, solían presumir de que un buen autor de poesía debía tener un vaso de vino en la mano y un mapa delante, algo que no es totalmente extraño en otras culturas de la época, pero que en Aldábrica llegó a un extremo asombroso. Y vaya si lo hizo: por ejemplo, la región de Maracada, que el imperio pretendía controlar completamente, era conocida como «la sal», metonimia evidente si tenemos en cuenta cuál era el principal recurso de la zona. Aine, es decir, el País de los Montañeses, era conocida como «la tierra aliada». La misma Aldábrica era «el pueblo santo».
Hasta aquí, todo comprensible. Más retorcida resulta la cosa cuando hablamos de tierras que no tenían mucha simpatía entre el público aldábrico: la díscola y rebelde región de Niëb era referida como «la que no está», por su reticencia a relacionarse o colaborar con el resto del imperio, del que estaba deseando segregarse. Calæc, que tuvo más éxito en su empeño de escindirse, fue siempre, antes o después de su independencia, «el distante», aunque curiosamente los tratados no se ponen de acuerdo sobre si eso se debe a su lejana posición septentrional, su deseo de independizarse o sus expediciones oceánicas por los hielos boreales.
En fin, la inventiva llegaba a niveles muy retorcidos: las naciones de Pástara y Gowinga eran «el canto de perdiz» y «el osario», respectivamente. El Imperio Bráhemio, el archienemigo de Aldábrica a lo largo de su historia, era «el país del sol nocturno», sin que ningún tratado conservado tras la caída de ambos imperios pueda explicar qué demonios hizo Bráhemia para ser llamada así (al menos, aparentemente, era un apodo más cariñoso que «País de los Huérfanos», como llamaban los bráhemios al Imperio Aldábrico por su curiosa estructura social).
Y cuando hubo que poner nombre a las ciudades, porque evidentemente cada autor quería dar fama a la población en la que había pasado su infancia, la imaginación llegaba a límites desbordantes. Ziusa era «las curvas», por los meandros del Río Sagrado, mientras que Saria, una de las capitales, era «insomnio», acaso sea por las invasiones del norte que tuvo que soportar en los albores del imperio. «La roca mojada», «el trueno en el bosque», «veneno de mente», «fuego enterrado»… Los ejemplos son variados. Pero si algo tienen en común es que todos, salvo loquísimas excepciones, tenían una justificación, aunque hiciera falta ser un erudito rebuscado para conocerlas al completo. Y, ya que he mencionado a Saria, ¿qué ocurre con la otra capital imperial? Baan, que con mucha diferencia fue durante más tiempo capital de Aldábrica, la región y el imperio, tenía un apodo aparentemente simple: «la encrucijada».
El más exagerado de los poetas, acaso loco
por sus ínfulas de grandeza,
inventará mil batallas enloquecedoras,
mil monstruos o brujos.
Ignora el pobre que la perla de la corona
del dios de la belleza,
condenado a mirarse eternamente en espejos,
reside en la encrucijada.
¿Tendré que ser yo quien hable del río besando al mar,
de los barrios del sur, y del islote, hogar de la Santa Aldra,
donde el agua dulce se une a la salada en un coito,
y el pueblo santo y la tierra aliada se dan un bonito abrazo?
Baan es donde el enorme Río Sagrado desemboca en el Mar Gris, dejando un delta pantanoso que otra nación hubiera usado completamente para la agricultura y como un valioso acceso al mar (la ausencia de mareas lunares hace que en aquel planeta casi todas las cosas rebosen de acantilados), pero que los creyentes de Aldra y Natla prefirieron dejar piadosamente intacto en su mayor parte. Por otro lado, al conservar tantos de sus bosques hubo menos erosión que en otros ríos y el delta no se expandió tanto como en otros cursos fluviales. Evidentemente, llamar encrucijada a la ciudad tendría sentido.
También estaba el hecho de que Baan, habiendo sido capital de Aldábrica tan a menudo, realmente se encontraba en la frontera con Aine, ya que las separa precisamente el Río Sagrado: gran parte de la ciudad acabó extendiéndose por la orilla del otro lado, dando lugar a los barrios del sur del que hablarían tantos autores, y no sólo poetas. Barrios que, por lo tanto, están en el País de los Montañeses, y no en territorio
aldábrico.
Así que por ello la crítica literaria ha prestado poca atención al apodo poético de Baan, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre el papel de esta ciudad en la literatura (no es para menos, fue el corazón de una de las grandes potencias de su mundo y su extraño destino impactó a generaciones enteras entre los pueblo del Mar Gris). La conclusión, en síntesis, es que el término de encrucijada se refiere a que la ciudad toca tanto un río clave en la historia aldábrica como un mar clave, y que comenzó en territorio aldábrico para acabar extendiéndose por el aineo… una curiosa circunstancia, si tenemos en cuenta que el legado del Imperio Aldábrico sería heredado por la República Ainea; historia que quizás me anime a tratar algún día, si consigo soñar bastante con ello. Pero quiero defender aquí la postura de que hay más que contar. El apodo de Baan, el mote, si se me permite decirlo, es mucho más profundo. Hay muchos matices que podemos encontrar en la poesía aldábrica, todos relacionados con la historia de la nación:
Que los enemigos muevan mandobles y críen anciloterios
en clara envidia de nuestros caballos.
Que los extranjeros sigan criando sus niños en sus hogares,
aquí tenemos un solo hogar para todos.
Mientras en Rómula intrigan tras sus paredes
como si cada casa fuera una muralla,
a Baan llegará cada potrillo y cada niño
y será nuestra fortaleza que todo llegué aquí
y luego se vaya, amasado, unido,
como el metal se forja tras fundirlo.
No es raro ver que la propaganda aldábrica insista tanto en la extraña «cohesión» social que caracterizaba a la nación: gran parte de la población del imperio (al menos toda la aldábrica, casi toda la ainea y gran parte de la Maracada) era aldraísta, concretamente de la rama norte, y eso implicaba el hecho de que los niños no se criaban con quienes los engendraban, sino que cada niño que nacía era llevado a un Hogar de Infantes. Esta enorme reforma social de anulación del concepto de familia ha sido muy analizada y no es este el lugar para tratarlo, pero si tenemos en cuenta que fue justamente en Baan donde comenzó ese extraño sistema social, trayendo de hecho bebés desde todos los puntos cardinales (y no solo de tierras del imperio, sino también de los enemigos saqueados), puede entenderse esa idea de Baan como una encrucijada, otra manera de llamarla crisol. También fue allí donde se reunieron los caballos que quedaban vivos tras la casi desaparición de este animal doméstico, que en aquel planeta fue mucho menos criado en un principio; la crianza de equinos sería la principal ventaja militar de Aldábrica. Y la elección de Baan para comenzar allí esos proyectos se debe a que, como ciudad donde se estableció la Santa Aldra incluso cuando la capital fue Saria, siempre fue la capital religiosa:
[…] Los cuidadores que llevan a los niños por las anchas calles
parecen pastores, pero aún más en la encrucijada, cuando los
extranjeros con padres llenan en torno a populosos mercados
tantas calles, y lamentan no poder aprender de nosotros […]
Ahondando en la misma idea: Baan es una encrucijada porque se une todo, a la vez es la sede de la idea de unir a todos los niños para que sean iguales, sin educación o herencia que los distinga, pero también hay inmigrantes de todos los pueblos del imperio, desde el frío norte al cálido sur, mezclándose. El poeta Erpunt, conocido por sentar el canon de lo que sería la poesía romántica, también nos da ejemplo de los tópicos de Baan en un fragmento de uno de sus largos poemas melancólicos, que me gustaría tratar en otra ocasión:
[…] Tu recuerdo me persigue en todas partes, cada sombra y cada fuente, siempre observándome como de dioses las estatuas, como
los eliternas en las calles anchas empedradas o los místicos
en las estrechas calles de tierra, donde los sacerdotes
cantan desde pequeños templos en sus cúpulas, o donde se fuma el padah.
El impresionante Edificio del Consejo, que hace de la encrucijada
casi capital del mundo, apenas una sombra comparado
con las deliberaciones que, contra mí mismo, solitario,
en este corazón libro; suelto tantos tristes suspiros,
lágrimas, esperma, en ti pensando, y tanta pena
a mi corazón entra y saber de ti tanto busco,
que supero a las puertas de la ciudad […]
Erpunt pretendía mostrar lo potente y desgarrador de su enamoramiento, pero en este fragmento de El Corazón de Bronce podemos ver aún más ejemplos de por qué Baan era «la encrucijada»: el increíble Edificio del Consejo. Corazón del imperio, cuya cúpula fue durante casi un siglo la más imponente del mundo, con todas las puertas (cada una con su propio nombre y decoración) para acceder a esa enorme ciudad, cuyas avenidas también eran célebres. Y en esas calles, como hemos visto, habitaban gentes de lugares muy lejanos al norte, el sur y el este. Si no me limitara el espacio mostraría más poesía hablando sobre plazas, calles, los silenciosos eliternas, los corruptos astiles, los mensajeros a caballo, los comerciantes presuntuosos… pero supongo que ya he insistido bastante con la idea.
Sin duda, la crítica ha tenido una percepción muy limitada de lo fino que puede hilar la poesía. Llamar a Baan «la encrucijada» no solo hace una mención a su geografía, sino que tiene varios niveles de significado más profundo. Todo esto nos sirve como muestra de lo compleja que llegó a ser la cultura aldábrica: hemos podido ver la orilla de ese vasto océano representada en las sutilezas de la poesía y en cómo se eligió un apodo para una de sus principales ciudades añadiendo a este varias capas profundas de significado. Los manuscritos que se conservan de las Cartas Pecas, siglos después, siguen esperando a que una nueva generación de filólogos descubran sus secretos.
Fuentes consultadas:
Ȯ·i, Samós: Mencá, alsó rete A̅ ́ai; Rómula, 10948T
Serpelca, Nus: Didradelsei oq Né̅mesit, Gowíngat cuíluma sedomuso; Códinum, 10431T
Ensoñaciones de M.E.F.P.
Imaginaciones de M.E.F.P.
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