Encuentro el perder como nueva forma de hallazgo fascinante. Al perder las llaves de casa, una importante cita de trabajo, los lentes de sol o un viejo amigo, surge una necesidad absorbente por encontrar. Aunque cabe mencionar que, para perder, es necesario en un principio tener, que luego irá ligado a encontrar. Pero encontrar no tiene que limitarse a haber perdido.
La mayor parte del tiempo encontramos lo que nos excede, y el ritual de buscar hace de las suyas para emanar una atmósfera completa que irradia cautivantes pérdidas imaginarias. Al perder en el espacio, independientemente de que la cosa ya no esté, se mantiene una constante intervención. De esta forma, se conserva su característica de ocupar; lo perdido sigue llenando: no se ve pero está ahí.
Bien es sabido que no existe realidad sin espacialidad, sin esa dimensión un tanto imaginaria que nos incumbe. Entonces, perder cambia su función y trasciende a la invisibilidad.
Nos vemos, por lo tanto, inmersos en esta nueva etapa, en ese cambio a lo desconocido: confinamiento. Es evidente que nadie lo veía venir, y planes previamente establecidos se vieron ahogados en profundos mares inesperados, pérdida tras pérdida. Así, tomar el sol se volvió una tarea ligeramente ardua, el retener una piel ajena se redujo a un acto ilícito y el conocimiento propio empezó a cobrar más sentido.
Tiempo de reflexión, cuestionamiento y, ¿por qué no?, también libertad. Todo en el funcionamiento de un mismo yo, ese al que creo conocer por completo; ese que se limita a perseguirme, adentrarse en pesadillas y recordar escenas reprimidas; el que alienta y motiva; ese que permanece en un minúsculo rincón; ese mismo, el que me responde; ese que acompaña, siente y crea; ese que, en un instante, logra fugarse. Tanto así que, en un punto, sin querer, lo perdí; y cuesta encontrarlo. De esta suerte, el vivir se vio afectado por un punto drástico de desentendimiento, en donde mi yo mismo ya no me pertenece.
Ahora ese vive por sí solo. Emerge detrás del cristal, del vidrio que se encarga de separar mi ensimismamiento de lo que no me auxilia. Ocupa su propia espacialidad, me ve desde el afuera prohibido. A ese mismo que me puede matar, entre tanto, desde este pequeño rincón que pasamos a intercambiar, rebosante de ganas. Lo envidio.
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