Si el arriate quiere
desbordarse y explotar en verdura,
quemar los ojos de amarillo
sin pedir disculpas al jardinero, lo hace
sin pestañear, orgulloso como el sol,
silencioso como un cuerpo desnudándose.
No comprende
que haya un perímetro, una norma,
un oscuro confín contra la savia.
Tampoco entiende
la inútil exaltación
de quien se encerró en un parterre y después
escapó andando.
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