
«La mujer está demasiado cerca de la vida, es demasiado humana».
Anaïs Nin
Desconozco qué hay detrás de la pared, pero siento los rasguños mientras Leo juega con sus muñecos en el otro cuarto. La pared venía con la casa. «Es esencial», dijo la inmobiliaria. Lo cierto es que nunca me gustó ese muro negro, y se lo dije entonces a mi marido número uno, cuando Leo era todavía un bebé de rizos castaños. Él, como siempre —y causa que motivó el divorcio—, no me escuchó; dijo: «no pasa nada, sólo es una pared».
Pero la pared no es sólo una pared, y cuando la observas se escucha un ruido quedo que escarba por debajo de las sombras. Una especie de criatura minúscula remueve el hormigón, como hormigas salvajes, imagino, cuales soldaditos a los que Leo alistaría para jugar a la guerra. Durante todos estos años, la pared, afortunadamente, no ha trascendido el mito del movimiento: es inmóvil de su sitio. Si algún día andase, toda la casa se vendría encima de nuestras cabezas. Muerte, no-futuro. Leo ya no jugaría más, y sería un crío roto sobre la alfombra de luz escasa que entra, puesto que todo ha sido siempre oscuridad.
Pensé en pintar la pared, darle un blanco fugaz, o algo diferente como poner un cuadro, pero tenía miedo a la posibilidad de taladrarla y que surgiera sangre como baño bíblico. Aun así, me resisto a mudarme; he tenido hombres que me han acompañado en mi lecho, pero esta es mi única casa, la mía y la de mi hijo varón, quien heredará la pared negra, amargada en su edificio trampa.
A veces le hablo, a ella, a la negra hormigonada. Pregunto qué secretos mantiene, el porqué del arañazo continuo. La pesadilla es interminable de noche, cuando siento/sueño que abrirá en dos sus tripas y aquello que duele traspasará el muro. Me quitará el insomnio, pero no permitiré que arranque a mi niño de mis brazos. La posesión es lo poco que respeto a mi edad.
Desde hace unos días, Leo apenas juega, dice que ya no le gusta esta casa. ¡Qué sabrá él, si tiene techo, comida y teta! Le acaricio los rizos, lo acerco y lo mando a su cuarto a hacer los deberes.
Sigue el ruido, como siempre, acuciante al mediodía, como si lo que estuviera detrás se quejara de hambre. Creo que por fin he encontrado la solución a mi problema.
He puesto un espejo en la pared negra. Lo he colgado con un pegamento de estos duros y no he temido a la herida que haría en su piel de hormigón. La pared ahora es silenciosa. No obstante, ambas sabemos que hay una conversación a medias, quizás de una vida anterior. Como madre, sólo le he ofrecido una puerta al diálogo.
Almudena Anés (Madrid, 13 de octubre de 1998) ha estudiado Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid, donde disfrutó de una estancia becada en la Università degli Studi di Trieste (Italia). Su obra se centra en la fantasía crítico-social, como es visible en sus dos primeros libros: «Ars Moriendi» (Diversidad Literaria, 2018) e «Historias de Clavículas» (Domiduca Libreros, 2020). Su experiencia escribiendo en revistas y otros medios ha sido reconocida en varios premios. «Ventana Abierta a Nadie» (La Equilibrista Editorial, 2020) es su primer trabajo premiado en narrativa.