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ARTE Cultura y Arte

Colisiones

Autor: Chevi
Correctora: Gracia Vega

A Pomi, por inspirar este relato.

Somos el resultado de un sinfín de enlaces. Uniones naturales: átomos, biomoléculas, células, tejidos, órganos, sistemas funcionales… cuerpos con masa atraídos por la Tierra gracias a nuestro propio peso, rotando sobre su eje planetario, orbitando alrededor de una estrella en un movimiento de traslación constante, insertos en un universo que ni llegamos a imaginar.

¡Materia y fuerzas! Partículas orgánicas sometidas a las leyes de la química y de la física. Nuestras vivencias y nuestro cuadro social son los ejes que configuran los sistemas de referencia en los que se mueven nuestras realidades. 

El sendero del Eifonso sería testigo de cómo afectan esas leyes a nuestras dinámicas. Aquel árbol iba a ser la reacción que haría colisionar aquellos dos mundos. Roberto llevaba un par de días currando en unos ferrados de monte que tenía al lado del río. Normalmente le gustaba trabajar allí; el cantar de sus saltos y los rumores del bosque de ribera le ayudaban a quemar sus pensamientos, a dejar la mente en blanco. Pero era domingo y, desde que ese camino se diera a conocer como ruta de senderismo, detestaba ir los fines de semana. Ahora, los sábados, domingos o festivos era invadida por senderistas que, llegados sobre todo de la ciudad vecina, aprovechaban para escapar y desconectar de un modelo urbanístico que cada año pensaba menos en su vecindad. 

No es que le molestase que la gente viniera a conocer aquel rincón de su parroquia, pero es que… ¡joder! Esas invasiones trasladaban los atascos de la urbe al monte y acababan por consumir sus singularidades. Era esa fama la que estaba matando los encantos de la propia senda. ¡Ellos mismos escarallaban1 la tranquilidad que venían a buscar a aquel rincón! Y seguro que hasta a los propios senderistas les jodían esas aglomeraciones, porque lo de ahora poco se parecía al carreiro2 de antes.

Casi no quedaba nada de aquel viejo camino que solo se podía transitar con pantalones largos y botas o en tractor. Las autoridades le dieron un lavado de cara: ensancharon los pasos, echaron gravilla y apartaron la molesta vegetación: pasarelas, barandillas, carteles informativos de madera… unos cuantos cientos de miles de euros invertidos para darle caché; para convertir aquel enclave en un lugar mercantilizado. Todo para que aquellos urbanitas tuvieran una breve dosis de contacto directo con la naturaleza de la que son despojados. Aquel dinero, que debería ser invertido en generar alternativas económicas en la contorna3, se usaba para ir privando a los lugareños de los servicios que antaño proporcionaba aquel medio.

Roberto ya había tenido algún roce con alguno de aquellos caminantes. Generalmente, era por culpa de Lola, la perra que le acompañaba a las faenas. Le solían recriminar que la tuviera suelta, haciendo su vida, sin bozal. A veces era él quien tenía que echarles la bronca para que la dejaran tranquila: la acariciaban, le daban de comer o jugaban con ella; «ni que fuera un peluche».

Otras veces, los encontronazos venían porque a muchos tenía que recordarles que el monte no era una papelera. Pero lo peor era estar trabajando y sentirse una atracción turística: que le sacaran fotos sin permiso, sin preguntarle. Algunos, los más atrevidos, llegaban a chistarle para que mirara a cámara y que la foto quedara «más cuqui», para darle personalidad y conseguir más «me gusta» en sus redes sociales. «Pero, ¡¿quién carallo4 se creían para convertir su vida cotidiana en un elemento folclórico más?!», se preguntaba siempre. «¡Ni que fuera una jodida atracción!». A pesar de eso, nunca se le pasó por la cabeza que alguien fuera capaz de protestar por una gilipollez así. 

El sol abandonaba su zénit, empezaba a caer hacia el Atlántico y anunciaba que aquel domingo quería morir. Roberto por fin consiguió tirar, después de una hora de pelea, el último pie que le quedaba por cortar. Ahora solo le quedaba picarlo, pero cuando se disponía a continuar con el curro notó que alguien le llamaba: «¡Eh! chis, chis, ¡eh!». De primeras, pasó del tema, pero la llamada se hizo más insistente: «¡Eeeh! chiiiiiist, chiiiiiist, ¡eeeeeh!», «¡fiuuuu, fiuuuu!», «¡EEEEEh!». Miró a su derecha y vio a un hombre haciéndole gestos para que se acercara a la otra orilla. Dejó la motosierra y se fue acercando hacia él con parsimonia. «Bueno, a ver qué quiere ahora este Decathloner». 

—Buenas. A ver, ¿qué pasó? —le saludó de mala gana Roberto—. Porque, con lo equipado que vienes, bien podrías cruzar el río y acercarte tú… que algunos tenemos cosas que hacer.

—¡Hola! Nada, era solo que le vi cortando este árbol y quería preguntarle por qué está matando a este ser vivo: un árbol tan grande y bonito —le respondió aquel senderista.

—Pero… ¿cómo que grande y bonito…? ¡¿Tú sabes qué especie es?! Es una especie invasora, aunque Madrid y Ence quieran negarlo —replicó resoplando—, y lo «mato» porque, además de darme la gana, está en mi coutada5 y precisamente fue plantado para eso.

—Ya, bueno, pero aunque sea invasora el árbol no tiene la culpa. Además, es una pena que en un momento usted acabe con un árbol que, con ese tamaño, a saber cuántas décadas lleva aquí. Y no solo eso, sino que, aún por encima, ayuda a limpiar la atmósfera y sirve de refugio para la fauna.

—Mira, en lo primero te doy la razón. La culpa no la tiene el pobre árbol, sino los intereses que nos llenaron el país con esta especie para llevarse los beneficios fuera de Galiza. Pero en lo otro… este árbol tendrá unos 12 años; aunque mida más de 25 metros, son especies de crecimiento rápido. Joden más el entorno que otra cosa. Además, hay que dejar paso a los castiñeiros6 que se ven ahí. Son autóctonos y bastantes, y más beneficiosos para el medio ambiente: generan humos, por lo que nutren la tierra y crean suelo; son especies más longevas y, por lo tanto, acaban convirtiéndose en ecosistemas de invertebrados y ayudan a retener agua y a combatir el estrés hídrico, no como los eucaliptos que se usaban para desecar lagunas. Por si fuera poco, dan frutos para nosotros y para la fauna —sermoneó con tono chulito mientras gesticulaba para que se le notara la mala hostia—. Algunos os debéis de pensar que la naturaleza es una peli de Disney y a tomar por culo… igual te crees que estos paisajes se crean de manera natural y no porque hay una cultura que los genera y los mantiene.

—¡Tampoco es para ponerse así! —respondió el turista visiblemente ofendido—. Es que a algunos parece que os jode que vengamos a visitaros y a darles algo de vida a vuestros pueblos. Si no fuera por nosotros, ¡a saber cómo tendría usted este paseo! Encima de que os lo ponen bonito al venir gente…

—¡Hay que joderse! ¡Las tonterías que tiene que oír uno! Pues, precisamente, invierten el dinero en ponerlo bonito para que la gente se dé un paseíto y se marche sin dejar un céntimo en la parroquia. Mientras, se nos dificulta a nosotros usar el espacio como antes… sin ir más lejos, ahora ya no podemos pasar a la senda con los tractores, como se hizo siempre; me toca matarme para mover el árbol desde ese lado hacia este margen y así poder cargarlo —replicaba mientras empezaba a alejarse—. Bueno, aquí no aprendo nada, así que voy a seguir desmembrando este árbol, que quiero acabar hoy. Si quieres ayudar tengo una sierra de sobra. 

Roberto se volvió a poner los cascos y, con una sonrisa, arrancó la motosierra. «Al final, estas conversaciones no estaban tan mal; tenían su función psicológica: le ayudaban a desconectar de la rutina de trabajo y desestresarse un poquito». Por su parte, el senderista seguía su camino, entre defraudado y enfadado. Tenía otra historia para contar a sus amigos de Internet y así poner a parir a esos aldeanos tan impertinentes. Porque no era la primera vez que le pasaba esto al visitante: ya había tenido algún que otro rifirrafe y siempre se iba con la sensación de que lo rural no era tal y como se lo habían pintado; de que no entendían nada de ecología, ni de desarrollo sostenible y esas cosas.

Estos dos seres, estas dos partículas con sus propias fuerzas internas, no eran más que un ejemplo de los choques que se generan entre el campo y la ciudad.

Todo por culpa de una frontera artificial que los separa y mantiene enfrentados. Un río revuelto, en el que el pescador que se lleva las ganancias es el mismo sistema que los empuja a colisionar. Esa fuerza externa que desatiende lo rural, cada vez más abandonado, y que fuerza a sus vecinos a emigrar hacia unas junglas de hormigón masificadas, en las que se sobrevive respirando la negruzca atmósfera de un sistema de vida insalubre y asfixiante. La misma que condiciona nuestros hábitos y reduce el libre albedrío a su mínima expresión, y ante la cual la única respuesta posible es volver a interconectarnos y que ambos mundos confluyan.

Que sus diferencias, sus problemas compartidos, sean la mejor arma para encontrar un equilibrio que les permita coexistir sinérgicamente.


  1. Galleguismo. Estropear o deshacer.
  2. Galleguismo. Camino.
  3. Galleguismo. Entorno.
  4. Galleguismo. Palabra vulgar. Carajo.
  5. Galleguismo. Coto o parcela.
  6. Galleguismo. Castaño.

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